Humor y mística
Francisco Nieva escribió El rayo colgado en 1952: es la primera o la segunda de sus obras. Nieva es un caso singular en el teatro español contemporáneo, que está atacado por la división del trabajo, por las especializaciones no siempre ejercidas por verdaderos especialistas: Nieva es autor, director, iluminador, escenógrafo, figurinista, músico. Es un hombre-teatro, como los hubo en otros tiempos: por tanto, sus obras están concebidas como teatro total.Así es El rayo colgado: una conjunción de texto, trajes, efectos especiales, música. El texto es fresco y alegre por encima de todo: para nutrir un tema tétrico, que viene a ser una burla -no tan burla- de la mística frente a la razón -no tan razonable- Como siempre, el alimento del drama es el enfrentamiento, el del protagonista arrancado a una lucidez y repentinamente llevado a otro mundo.
El rayo colgado,
de Francisco Nieva (1952). Intérpretes: Félix González Petite, Pedro Felipe Arroyo, José María López Pedreira, Ana Lucía Villate Ozaeta, Carmen Ruiz Corral, Julia Pérez Aguilar. Efectos especiales, KoIdo Alvarez, Julia Pérez Aguilar, Cristina Vázquez Boedo, Carlos Fernández de Castro. Espacio escénico, Cooperativa Denok. Director, Juanjo Granda Marín (todos de la Cooperativa Teatral de Vitoria Denok). Estreno, Sala Olimpia, 20-IX-80.
La fecha de 1952, en que se escribió la obra, es importante: es la fecha de un oscurantismo en la vida española, de la recuperación forzada de un pasado; el tiempo de la «reserva espiritual». Nieva se puso ya del lado de la vida. Buscó, como pudo, sus claves (aun así no pasó la censura) y se inventó un lenguaje. Un lenguaje que consiste en mezclar los giros cultos con los coloquiales, en no desperdiciar el rasgo de ingenio, en buscarle las vueltas a la palabra, incluso por el recitado de las definiciones del diccionario.
Todo ello compone un teatro intelectual y, al mismo tiempo, ligero. Falta una sucesión de situaciones: la situación es única, la de un ingeniero que por la explosión de un barreno se encuentra catapultado en una especie de convento prerrenacentista en descomposición, con monjas-brujas-mujeres, con el diablo encerrado y cohabitante.
Es una teatralidad antigua y recurrida: podríamos verla estos mismos días en Los habitantes de la casa deshabitada, de Jardiel. Pero donde Jardiel -que no cito como precedente, sino como autor que utiliza la misma situación- se empeña en buscar una lógica y una explicación terrena, porque es un lógico -la terrible lógica del paranoico-, Nieva se mueve con otra libertad o con toda la libertad posible: no hay nada que explicar ni que justificar. Lo que se quiere decir en el escenario, se dice. Todo esto le comunica una gran riqueza. La situación única, en cambio, produce monotonía; trata Nieva de romperla con la continua irrupción de trucos escénicos y con el vocabulario.
El trabajo de la Cooperativa Teatral de Vitoria Denok es muy estimable. La creación del espacio escénico y del vestuario -oros viejos, rosa pálido, el estilo de los «andrajos de la púrpura», el recuerdo de la pintura de José Hernández- la firma la Cooperativa, y es una excelente consecución, que hay que apuntar en los méritos del director, Juanjo Granda Marín, que ha conseguido un buen movimiento de los personajes y de la utilización de los efectos especiales. Ha conseguido menos en la dirección de actores: se entregan todos a su trabajo con más vocación que logro.
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