El déficit y la inversión
EL SOCIALISTA vasco señor Solchaga y el comunista señor Tamames, en brillantes y agresivas intervenciones parlamentarias, le han dado precisamente al Gobierno la pista de lo que le falta a su programa de política económica: decisión. El punto clave de la situación es la atonía de la actividad y el ininterrumpido crecimiento del paro. El cambio de situación exige un Estado beligerante que no conviva pasivamente con la crisis -como ha dicho el propio presidente Suárez-, capaz de relanzar la actividad mediante un crecimiento de la inversión pública. Pero esto es muy difícil de conseguir si no se aumenta el déficit presupuestario, Io que, por otro lado, no es ningún disparate económico, como lo demuestra el hecho -recordado por el señor Solchaga- que dos países muy ortodoxos y cuidados en su tratamiento de la inflación -República Federal de Alemania y Japón-, en años de depresión, como los de 1975 y 1976, acudiesen a un déficit del orden del 5% del valor de su producción total de bienes y servicios. En España estamos ahora en un déficit del orden del 3% del producto interior bruto (PIB) y no parece que el Gobierno esté dispuesto a traspasarlo.Sin embargo, de lo que nadie se ha acordado en el Parlamento es de la naturaleza del déficit. Este se elabora sobre un telón de fondo que, en el caso japonés, incluía una reducción en la tasa de crecimiento de los salarios de, aproximadamente, la mitad, y en el alemán, una disminución equivalente, más la diáspora vertiginosa de trabajadores turcos, yugoslavos, italianos y españoles que, en gran número, regresaban a sus países de origen. Los déficit de Alemania Occidental y Japón tuvieron como objetivo relanzar la actividad a través de los primeros programas energéticos serios de sustitución del petróleo por otras fuentes de energía y el consiguiente apoyo a los fabricantes de bienel de equipo. Tampoco nadie dijo que el déficit de estos países fue, en gran medida, consecuencia de una disminución de los impuestos, que favoreció, principalmente, la tesorería de las empresas y sus proyectos de inversión.
Pero el déficit español, como el italiano, que, por otro lado, se eleva al 11% del PIB de ese país, es completamente gratuito, y se da la paradoja -sólo fruto de una mala administración- de que en épocas de caída de la inversión privada española la inversión pública sigue el mismo camino. Y aquí el señor Solchaga tiene toda la razón: el Gobierno de UCD teme un aumento del déficit del sector público porque no se siente con fuerzas para detener los gastos corrientes y utilizar esos recursos, e incluso más por el lado de la inversión.
El presupuesto para 1981 está a punto de llegar al Parlamento y todos los indicios apuntan a que las cuentas ya están echadas y que son precisamente las mismas que las de 1980 y 1979. Que la inversión pública crezca en un 30%, como ha apuntado el ministro de Economía y Comercio, significa, por desgracia, bastante poco. En primer lugar, porque los coeficientes de realización de la inversión pública han sido en estos últimos años muy bajos respecto a las cifras inicialmente presupuestadas y porque el porcentaje de inversión pública con relación a los gastos corrientes ha venido disminuyendo año tras año. No se trata de restablecer la situación, sino de invertirla para combatir el paro e indicar con claridad a los empresarios privados los propósitos de la política económica. Pero si los reproches del señor Solchaga y del señor Tamames al Gobierno, de no ser capaz de reformar y poner en marcha la Administración, se confirman, el programa de reactivación quedará en dique seco. Y se habrá perdido una nueva y excelente oportunidad, porque los españoles ocupados están ya probablemente dispuestos a aceptar un sacrificio en favor de los españoles en paro si el Gobierno lo plantea correctamente. Pero lo que no están dispuestos es a apretarse el cinturón para que siga aumentando el desempleo industrial y el ocio administrativo.
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