Perenne García Lorca
Doña Rosita la soltera, o el lenguaje de las flores es una obra mítica en el teatro español. Con justicia, reúne algunas magias, y no es la menor la de la dignificación de la cursilería, la elevación de un tema pacato, de cuentecillo romántico o de costumbrismo fácil, a una categoría lírica en la que merodean las angustias que luego se llamarían existencialistas: una doble opresión de tiempo y espacio (Lorca daría mucho más valor a esas cárcéles en La casa de Bernarda A Iba). Aparece la condición femenina y sus frustraciones (tema también permanente del autor) y el final de una sociedad, relatado a la manera de Chejov (El jardin de los cerezos es de 1904; Doña Rosita, de 1935), con un tono templado y ahogado. Toda la obra es una metáfora sobre el tema perenne, que aparece ya el Cantar de los cantares: mujer y flor, mujer y rosa, pasando por los árabes, por el Dante, por el Roman de la Rose y, claro está, por Ronsard, que es quien más apura el carácter de lo efímero de la rosa y la muchacha que duran l'espace dun matin.
Doña Rosita la soltera, o el lenguaje de las flores,
de Federico García Lorca (1935).Intérpretes: Encarna Paso, Carmen Bernardos, José Vivó, Nuria Espert, Mario Gas, Cristina Higueras, Verónica Luján, Inés Morales, Joaquín Molina, Esperanza Grases, Oliva Cuesta, Ana Frau, Carmen Liaño, Menchu Mendizábal, Nuria Moreno, Covadonga Cadenas, Gabriel Llopart, José Roberto Añibarro, José Vila Lamas, Manuel de Benito. Escenografía de Max Bignens. Música: Antón García Abril. Dirección: Jorge Lavelli.
García Lorca había aprendido ya mucho teatro cuando estrenó esta obra. El teatro de hace medio siglo, con sus breves e ingenuas técnicas de la época española: la ruptura de lo dramático con lo gracioso, el movimiento de los personajes, las situaciones. Lo usaba con pudor, e introducía en ello su libertad: sus romances, sus versos. Su lenguaje propio: no le importaba salirse de la caracterización lingüística de un personaje para dejarle decir, de pronto, una metáfora culta, superrealista, o introducir en una escena un romance. No son las libertades de García Lorca las que apuran hoy, sino un poco su fugaz sumisión a las reglas de la moda teatral, que de todas formas manejaba con moderación. Con esta distancia se puede ver que escribió el mejor teatro de su tiempo, y que llega intacto y fresco al nuestro. Ha escapado al destino de la rosa.
Mucho se debe, en esta representación -prácticamente estreno en España, salvo la excepción de 1935, que fue una representación única- a la delicadeza, el talento y el cuidado del director Jorge Lavelli, que viene de hacer un teatro más rudo, más ostensiblemente cruel, que no le ha hecho perder el tacto. Sitúa la acción en un invernadero, que es una obra maestra de escenografía de Max Bignens -autor también de los bocetos de bello vestuario-, que deja un enorme espacio sernicircular para el libre movimiento de los personajes, y que al final es el ámbito de la gran desolación, de la vergüenza y del miedo. Subraya la acción con pequeños y medidos efectos: la apertura de los armarios con el ajuar, el golpe seco de una silla de tijera o eljuego de dos personajes manejando también dos sillas.
Todo ello, sobre un concepto de la obra, que desde luego está en ella: el que se desprende de su paralelo con Chejov, con el de Tres hermanas o La gaviota; sobre todo, con el de Eljardin de los cerezos. Es decir, la transparencia de la angustia sobre la vida cotidiaria. Esta manera tan justa de ver la obra puede producir algún defecto, y lo produce, aunque sea levemente. Los dos primeros actos -que se dan con una leve interrupción: la que exige el decorado que tiene que modificarse con el paso de quince años- están faltos de viveza. Los actores separan demasiado sus versos, a la manera escolar, en lugar de darles la continuidad que requiere la fluidez teatral, y entre réplicas hay un lapso algo mayor de lo que se querría.
Hay alguna, colaboración por parte de los actores en que se hace ostensible esta lentitud; en su dificultad para decir un texto que evidentemente no es fácil, ni en prosa ni en verso, y para el que tienen poca escuela ypoca costumbre. Hay una excepción extraordinaria, que es Encarna Paso, en el papel del ama: ajustada siempre a su palabra y a su texto, y consiguiendo ese pequeño milagro de la interpretación, tan poco frecuente de nuestro tiempo, de que las frases menos teatrales -por el lenguaje de poeta del autor- suenen con naturalidad y con convicción. Nuria Espert no ha estado tan afortunada. Se pasa de infantilismo en las escenas impacientes y alegres del primer acto, no consigue la sequedad transida de dolor y miedo del final. Es más Nuria Espert -con su escuela, con su manera, con su estilo- que Doña Rosita. Matiza escasamente, y a veces al revés de como debía ser. Todo ello dentro de la calidad de una primera actriz auténtica. Carmen Bernardos se inmoviliza en su papel; José Vivó se enternece sobre el suyo. Componen su estampa las tres Manolas -«las tres y las cuatro solas»-, que son Cristina Higueras, Inés Morales y Verónica Luján, con Esperanza Grases; y la suya las tres solteronas -Oliva Cuesta, Ana Frau, Carmen Liaño-; se les va, en cambio, a los dos Ayolas -Nuria Moreno y Covadonga Cadenaspor exceso de caracterización de sus personajes. Gabriel Llopart hizo bien su papel intercalado, como Joaquín Molina intentó hacer el suyo.
De todo ello se resume que Doña Rosita, por la calidad permanente de la obra, por la dirección y por la escenografia, es una representación muy por encima de lo que se suele ver actualmente en el teatro; y que los problemas de interpretación no están enteramente resueltos.
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