La reforma de la Administración y los presupuestos
EL DEFICIT del sector público, sin incluir las empresas del INI, sobrepasó ligeramente los 300.000 millones de pesetas en 1979, se aproximará a los 450.000 millones en 1980 y, según se desprende de los rumores sobre los nuevos presupuestos, puede situarse en torno a los 600.000 millones de pesetas en 1981. El déficit presupuestario ha sido un arma clásica de la política económica para contrarrestar la debilidad de la demanda y enderezar la actividad hacia mayores niveles de empleo. Las obras públicas o las nuevas centrales eléctricas (es el ejemplo reciente de Japón) pueden compensar así parte de los efectos cíclicos depresivos provocados por el alza del petróleo. Pero el déficit de nuestros presupuestos del Estado, de la Seguridad Social, corporaciones locales, organismos autónomos o empresas estatales no ha servido para eso, sino, fundamentalmente, para pagar sueldos y salarios más elevados a los funcionarios y personal contratado, mayores dietas por desplazamientos a los apasionados viajeros estatales o municipales, o estudios sobre lo que hay que hacer, pero que no se hace, a los expertos. El déficit, así pues, ha carecido de un contenido de carácier keynesiano para sostener la actividad económica y se ha convertido en una lista de generosidades para muchos funcionarios de los sectores públicos.En estos días se dan los últimos toques al presupuesto de Estado para someterlo al Parlamento, con el temido mensaje de un nuevo déficit que será presentado como inevitable.
En los nuevos presupuestos, los gastos de personal, incluidas las pensiones. van a aumentar en conjunto. en términos de masa salarial para establecer paralelos. entre un 20% y un 30%. Los salarlos de los funcionarios lo harán en un 12.5% y el resto se irá en mayores aumentos de pensiones, recalificaciones de puestos de trabajo nuevos funcionarios y un largo etcétera. También aumentarán otros gastos inherentes al normal desarrollo de las competencias propias de los funcionarios. Este generoso tratamiento contrasta con el dispensado a los nervaceros de turno, a quienes se les exige para seguir adelante. con toda razón. pero sin plena coherencia con la forma de barrer la propia casa, una congelación en los gastos de personal.
Otra manera habitual de justificar el déficit es el necesario incremento de los gastos de inversión para compensar la atonía de la iniciativa privada. Lo que sería magnífico si fuera verdad, cosa que, desgraciadamente, no sucede. En primer lugar, porque el aparato del Estado está petrificado y carece de capacidad para invertir. Y en segundo lugar porque una considerable parte de los llamados gastos de inversión en realidad engloban gastos de personal para estudios, asesorías, dietas y dilapidaciones diversas. Desde la época de los planes de desarrollo los ministerios vienen olvidando su papel de cuidadores de la función pública y de suministradores de ayuda y estímulo a las iniciativas creadoras. Los ministerios, las direcciones generales o los organismos autónomos se han convertido en pequeños o grandes bancos distribuidores de favores y caudales públicos. El interés de los propios interesados en obtener la mayor consignación presupuestaria posible para sus departamentos no es más que un intento de consolidar su posición y su poder, pero en modo alguno un indicio de inversión pública.
En definitiva, cabe temer que el déficit del sector público de las cuentas en 1981 no será el necesario resultado de una estrategia económica para combatir el paro, sino la triste consecuencia de la prodigalidad irresponsable de la Administración para su propio mantenimiento. Si el Gobierno dudase de estas afirmaciones, podría convocar un pequeño comité de ciudadanos con las cuatro reglas bien aprendidas a fin de verificarlas en el curso del mes de septiembre, es decir, antes de la presentación del presupuesto. No faltan los audaces o los sensatos que piensan que un recorte del 20% de los presupuestos generales del Estado sólo acarrearía beneficios no sólo para la sociedad, sino también para el desempeño de la función pública. Y, en cualquier caso, el Parlamento, enfrentado con un presupuesto con un elevado e injustificado déficit, está obligado a exigir una revisión de los gastos partiendo del sano principio de que para obtener una sola peseta hay que justificarla.
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