Duke Ellington o reinar después de morir
Reinar después de morir. Sólo que en el caso de Duke Ellington su reinado sin corona ocupó casi sesenta años de su vida. Son las ventajas que algunas veces acarrea la genialidad.
Y es que la orquesta de Duke Ellington, dirigida por su ya canoso retoño Mercer, que se presentó el pasado jueves en el festival, viene a ser algo así como un museo ellingtoniano en la única forma que tamaña cosa tiene sentido: con su música en vivo.Por de pronto, el Palacio de los Deportes de Anoeta se fue inundando de un gentío heterogéneo que sólo en contadísimas ocasiones daba el tipo de aficionado al -jazz - por -encima - de - todo. La verdad, aquello más parecía un festival de rock antiguo que un concierto para la circunspección. Se volvía también a esa especie de Domund espontáneo, sólo que la cuestación no era para los negritos del Africa tropical, sino cinco duros, «para que puedan-pasar unos amiguetes».
Antes, por la tarde, Mercer Ellington explicaba que ellos siguen ahí para mostrar que la música del Duke sigue viva y que la culpa de que no salgan nuevas grandes orquestas de jazz en Estados Unidos (en Polonia, Rusia y Japón, sí, pero subvencionadas) no la tiene un presunto cambio en las expectativas musicales del americano medio, sino en que los medios de comunicación se empeñan en programar únicamente rock.
Con todo, y aunque el palacio de los deportes posee una acústica bastante lamentable, las 7.000 personas que acudieron a este primer concierto de profesionales no salieron defraudadas. Allí hubo de todo: música desde los años veinte hasta los sesenta, incluido un tema de Charlie Mingus dedicado a la muerte del Duke.
Aquello era la viva muestra de cómo los arreglos para orquesta, si están bien hechos, no sólo no regatean al jazz ninguna de sus virtudes de espontaneidad, sino más bien al contrario.
Cuando catorce músicos se dedican a apoyar un solo de batería, llevándolo a un clímax irresistible; cuando esos mismos catorce músicos dedican humildemente a pavimentar el terreno para el lucimiento de un saxo, o cuando, como protagonistas, se lanzan de manera conjunta a unos arreglos enormemente complejos, eso es jazz. Aunque después demuestren que son capaces de improvisar como salvajes.
Es una pena no haber conocido una época (años veinte, treinta y cuarenta) en los que esta era la música de consumo, baile y verbena. Bueno es, por tanto, que la podamos conocer ahora, aunque sea en plan de viaje al pasado. Pero menos da una piedra.
Lo que también se agradece en el festival son las películas sobre jazz y blues, y sobre todo las sesiones vespertinas que tienen lugar en el quiosco del Bulevard. Allí, en un ambiente como del siglo pasado, la gente disfruta del buen tiempo y del poco césped en un entorno bucólico tal que uno casi no se entera de que una bomba explosiona en la delegación de Hacienda. Hace dos años pasó igual, pero la gente no podía sentarse alrededor del quiosco. Unos siguen igual y otros tratan de mejorar la organización. Algo es algo.
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