La Europa de los pueblos
La idea de Europa como superestructura política -federación o confederación- que uniese a los Estados europeos en una entidad supranacional es una hermosa utopía que aletea sobre el continente desde Carlomagno y que, de tiempo en tiempo, debido siempre a circunstancias dramáticas, suscita nuevos entusiasmos. Generalmente, es un clamor que se levanta, como el humo de las piras funerarias, de los campos de muerte de las guerras vecinales, pues no otra cosa han sido, en definitiva, las que periódicamente la han desangrado y desolado. Tras cada una de ellas, los dirigentes de los exhaustos pueblos europeos han invocado como remedio para evitar en el futuro esas matanzas cíclicas el viejo proyecto de abatir todas las fronteras, tanto físicas como conceptuales. Sin embargo, a medida que el tiempo anestesiaba el dolor, se imponían de nuevo, como fuerzas decisorias, los bastardos intereses, los necios orgullos nacionalistas y las tortuosas ambiciones de los clanes dominantes en cada país.A veces ha servido de coartada a una ambición personal, como en el caso de Bonaparte, quien, sin duda, pretendió unificar la dividida Europa, pero a punta de espada y al servicio de su ¡limitada egolatría. Aunque tarde, en Santa Elena, reconoció cuán equivocado estuvo al adoptar el procedimiento de la fuerza, y advirtió a su hijo que no lo intentara otra vez, sino por la vía de la razón. Poco más de un siglo después, Hitler cometería el mismo error, corregido y aumentado en proporciones demenciales. Por el contrario, Inglaterra, desde su reina Isabel I hasta fechas muy próximas, ha perseverado tesoneramente en su política de equilibrio continental, basada en mantener y azuzar las rivalidades entre las potencias europeas. impidiendo la hegemonía de cualesquiera de ellas y, por supuesto. toda veleidad unitarista, para, desde su posición insular, servir de árbitro y de factor decisivo en sus disputas.
La última guerra mundial, causante de la mayor sangría de la historia y de que Europa quedase subordinada a las decisiones de Estados Unidos y la URSS provocó un fuerte movimiento europeísta por las alturas políticas y económicas del continente. Hombres de ambas cumbres procedieron a proponer el tema y a aportar los primeros materiales para la construcción de esa hipotética Europa unida. Contrariamente a Napoleón y Hitler, descartaron, como principio, la dialéctica de la fuerza bruta y se decidieron a utilizar los intereses económicos como amalgama de los demás componentes. Se empezó por los conciertos plurales sobre el carbón y el acero, y así se llegó al Tratado de Roma y nació la llamada Comunidad Económica Europea que habría de servir de sólida cimentación de la gran obra. Sin embargo, ni aun así, tras varios años de esfuerzos y negociaciones, parece que la operación vaya a culminar victoriosamente. Por una parte, han prevalecido las razones mercantilistas sobre las políticas -Mercado Común no Estados Unidos de Europa-, y, por otra, en las mesas negociadoras en que se discutían aranceles. tarifas, cupos. desgravaciones. porcentajes, etcétera. brotaron inconteniblemente los vicios nacionalistas. las viejas rivalidades y los orgullos históricos y también histéricos. En cierto momento, el espíritu de Luis XIV, reencarnado en De Gaulle, proclamó la primacía de Francia y, como si la nueva versión de su célebre frase egolátrica fuese «Europa soy yo», dio a entender que, para Francia, Europa no era más que la hipertrofia de sí misma.
Ultimamente ha sido Giscard el que ha preterido a España, Portugal y Grecia, tres naciones que informaron en gran parte el alma de Europa y extendieron su cultura por más de medio mundo. La consabida «patada del gabacho» se debe, en esta ocasión, a algo tan vergonzoso como la compra de votos campesinos. El presidente francés, amigo del antropófago Bokassa, no ha dudado en promover una guerra entre campesinos de ambos lados de los Pirineos -los actos vandálicos cometidos contra los transportistas de productos agrícolas españoles por territorio galo no son sino trasunto de contiendas medievales- ni el coincidir en su trasnochada xenofobia con el partido comunista de Marchais, que ya había desmentido, también vergonzosamente, su supuesta condición de internacionalista y revolucionario. por este mismo asunto.
Si, como se ve, los tomates de Almería y las frutas y verduras de nuestro sureste constituyen un impedimento capital para el ingreso de España en el Mercado Común, está claro que no se trata en serio de constituir esa Europa unida que con tanta prodigalidad se invoca. No, no hay tales carneros, y toda la retórica europeísta es tan sólo un reclamo para la galería, una coartada para sucios manejos de mercaderes. Por ello, los organismos políticos adjuntos, como, por ejemplo, el pomposamente llamado Parlamento Europeo, son absolutamente inoperantes y sin más objeto que cubrir con una bella imagen la sordidez de esa trastienda que en realidad es lo que, no sin gran impudicia, por otra parte, se llama Club de Roma.
Los intereses económicos son como esos malos cementos que nunca fraguan bien. No sólo no sirven como el mejor aliciente para superar las diferencias que las vicisitudes históricas crearon entre los pueblos de Europa, sino que, por el contrario, son la causa determinante de la mayoría de sus discordias. No estamos todavía, pues, en el camino que lleva a una Europa verdaderamente comunitaria.
Aunque la idea de la unificación de Europa ha sido siempre preconizada por los espíritus más conspicuos del viejo continente, la verdad es que nunca, hasta hoy, se ha intentado realizarla por el único procedimiento realmente eficaz y creador la movilización de sus pueblos con ese fin. O sea, partiendo de abajo, promoviendo la marea en lo más profundo del espíritu de sus gentes. Con otras palabras, creando una nueva conciencia europea. Sólo los superiores valores del espíritu y no los intereses puramente económicos, podrían desarmar los egoísmos y las fobias parciales y servir de aglutinante en la construcción de esa. gran comunidad de naciones que garantice la independencia de Europa, su identidad, su integridad y el desarrollo pacífico de todas sus posibilidades de progreso social. Pero eso no puede esperarse de las cancillerías ni de los comités de expertos en finanzas y en comercio, sino de un movimiento convergente y unánime provocado desde la escuela, la universidad, los medios de información libres, la conferencia, los congresos, el libro, los partidos verdaderamente democráticos y europeístas, el magisterio moral y el humanismo. Ha de partir de la voluntad de los pueblos obedientes a un idéntico imperativo de conciencia.
Sólo así podrá ser realidad un día la Europa de los pueblos, la única posible y deseable. O Europa de los pueblos o nada, porque cualquier otra versión, en mercado, lonja, bolsa o club, es un timo o un juego de ilusión. La coz de la mula gabacha -pues hay que distinguir entre franceses y gabachos- haya, quizá, reportado un bien entre tantos males: el de desvelar el torpe truco del ilusionista y producir la ira, la carcajada y el pateo en el público.
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