La recuperación de la democracia española
Acabo de leer (al llegar a Madrid para dar un breve ciclo de conferencias sobre el intelectual y la política en España) el artículo de mi admirado y querido amigo José Luis Aranguren en este diario Historia política de España (1 de mayo). Y como José Luis alude, más bien críticamente, a una reciente intervención mía en un simposio de la Universidad de Chicago (España, 1980), sobre la actual recuperación democrática española, pero no la resume, algunos lectores (y a la vez comunes amigos de los dos) me han pedido que lo hiciera. No tienen, pues, propósito polémico estas sucintas paginillas, un tantito defensivas: dejaré, querido José Luis, el coloquio en detalle (que no pudimos celebrar ante las cámaras televisoras en Chicago, por forzada ausencia mía) para uno de nuestros sosegados almuerzos en La Bola galdosiana y otros lugares propicios de este Madrid, todavía tan humanísimo, a pesar de su mundanal ruido.Mi exposición de Chicago se centraba en los aspectos que estimo más históricamente singulares de los tres o cuatro últimos años españoles, de los cuales el más notorio, sin duda, es la restauración, en el seno de esta monarquía renacida, de una institución netamente republicana, la Generalidad catalana. Decía yo, en Chicago, que el retorno del presidente Tarradellas podía haber sido (y hasta era seguramente) una audaz operación táctica del Gobierno central; pero, añadía yo, el pueblo catalán había visto y vivido tal regreso, como el retorno del exiliado que encarnaba la continuidad simbólica de la legalidad constitucional de 1932-1939. Creo que en este. caso, querido José Luis, la palabra «recuperación» no se presta a sutilezas semánticas: con Tarradellas (dejando de lado sus personales actitudes y declaraciones políticas) regresaba a la tierra catalana la Generalidad de Maciá y de Companys.
Y apuntaba yo, también en Chicago, que los resonantes resultados obtenidos por la Esquerra Republicana eran una muestra más de la conciencia y la voluntad recuperadora del pueblo catalán. Los hechos posteriores al simposio de Chicago han confirmado mis predicciones: Heriberto Barrera (otro símbolo de recuperación histórica) preside el Parlamento catalán, y el nuevo presidente de la Generalidad (olvidando el tema de sus diferencias personales con Tarradellas) es el continuador institucional de la Cataluña autónoma de 1932. Además, se repite hoy lo que fue aquella Cataluña en los años republicanos prebélicos, a pesar de los sucesos de octubre de 1934: la zona de mayor estabilidad política y de más arraigada disposición, colectiva, de pragmática racionalidad política. En suma, querido José Luis, el seny de tu admirado Ors y de nuestro amigo Ferrater Mora (al que tanto admiramos) ha vuelto a regir la vida institucional catalana. ¿Cabe pedir mejor «recuperación»?
Me referí, también en Chicago, al aparentemente sorprendente renacimiento espontáneo del PSOE en las elecciones de 1977, y sugería que numerosos españoles habían votado por el PSOE como un símbolo de recuperación histórica. Y en esto puedo además, mencionar un episodio muy conmovedor para mí: cuando Felipe González, en la campaña electoral de 1977, habló en el Puerto de la Cruz, en mi isla natal (Tenerife), recordó a mi tío Domingo Pérez Trujillo, fundador allí mismo del PSOE canario. Precisaré, además, que el Puerto (como decimos los isleños) tuvo el primer alcalde socialista de España en las elecciones municipales de 192 1, y en las más recientes han vuelto a triunfar los socialistas, aunque ya no sea el puerto pescador y bananero de hace medio siglo.
Tú podrás reiterar, querido José Luis, que opera en mí, manifiestamente, la nostalgia, y te concedo que el recuerdo de la España liberal de mi infancia y temprana mocedad ha sido, en mí, la fuente constante que ha sostenido mi fe en la capacidad española para la civilización liberal, desde que salí de esta tierra, con la gran diáspora de 1939. Pero tales recuerdos no son necesariamente, querido José Luis, fabulaciones retrospectivas de melancólicos exiliados. Y aquí vengo a lo que dices sobre la ruptura de 1931: « La República se instauró en completa ruptura con el régimen anterior».
Y aquí actúan tanto mis recuerdos infantiles, insulares, como mis lecturas y trabajos de historia española. Porque sin llegar al extremo de Emiliano Aguado -en su libro sobre la II República como prolongación y fase final de la Restauración canovista- me parece innegable que el cambio institucional de 1931 fue un «tránsito» mucho más que una ruptura. Recordemos (palabra que me caracteriza, como sabes bien, pues la repito en cursos y conferencias) que la II República fue la consecuencia inmediata de las elecciones municipales del 12 de abril de 1931, y permíteme, querido José Luis, que acuda otra vez a mi isla natal. Como mi familia era una de las activas y visiblemente republicanas de la burguesía tinerfeña (mi tío Rubén Marichal fundó el Partido Republicano Tinerfeño), mis primeros recuerdos políticos son los de las celebraciones del aniversario de la I República en los últimos años del reinado de Alfonso XIII. Añadiré, para extremar mi filiación familiar, que nací justamente en la rambla del Once de Febrero, así llamada antes de la II República, y jugando en aquella rambla vi la llegada jubilosa de la II República, en camiones de estudiantes de la Universidad de La Laguna con banderas tricolores.
En suma, querido José Luis, la II República fue una consecuencia muy normal, muy natural (como rememoraba Machado en 1937) de un siglo de historia liberal española, y no puede verse, por otra parte, el septenio 1923-1930 como una época de opresión comparable a los largos años caudillistas.
Bueno, querido José Luis, vas a recordarme aquello del marqués de Valmar, cuando, hacia mediados del siglo pasado, hablaba, entre burlón y compasivo, de la «obstinada estirpe doceañista». Sí, efectivamente, pertenezco al linaje de los que han sentido unida su vida a los españoles que desde 1812 -y más precisamente desde mi admirado y estudiado padre Feijoo- han querido hacer que el sentimiento racional de la vida fuera tan español como el otro sentimiento, el trágico, de don Miguel. Y, para terminar (como irremediable fósil del siglo XVIII), te ruego, querido José Luis, que veas en esta casi epístola la manifestación de mi admiración por todo lo que tú y otros hombres de la obstinada estirpe democrática de los últimos treinta años hicieron, sin desmayo alguno, para hacer posible finalmente este entrante (y auroral) fin de siglo español.
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