Columbia contra Columbia
Existe una actitud aún más previsible y necia que la del jurado que cada año teparte estas discutidas estatuillas de bronce recubiertas de oro, con un peso aproximado de siete libras y unas diez pulgadas de longitud: la de los patéticos y agresivos denunciadores de la soterrada manipulación ideológica de la Academia de Arte y Ciencias Cinematográficas de Hollywood.Esta vez, la ceremonia de la redundancia filmicá alcanzó cotas memorables porque el muy pronosticado show del palacio Dorothy Chandler, de Los Angeles, premiando lo que el espectorado del mundo entero ya había premiado ampliamente por acumulación de lágrimas y de capital, a partes iguales, se complementa con el muy tautológico y obsceno rito de ciertos críticos y comentaristas que estos últimos días se han dedicado a rasgarse las vestiduras éticas por el insólito hecho de que el público americano se reconozca en el cine comercial americano o porque la industria de Hollywood muestre una predilección inocultable en forma de estatuilla de bronce recubierta de oro por los productos comerciales hollywoodianos. Lo escandaloso, lo incongruente, lo injustificable o lo surrealista, como ellos mismos dicen, hubiera sido que los señores de la Academy Award se apasionaran con las desgracias del albañil de El hombre de mármol y no con Ted Kramer en el momento de prepararle a su hijo una tostada a la francesa.
Flotaba el oscar a Kramer en la riada de lágrimas matemáticamente provocadas por la Columbia. Hacía tiempo que el cine americano no nos había hecho llorar a mandíbula batiente, y lógico es que, después de La mujer descasada, los astutos de Hollywood se fijaran en la figura narrativa contraria, o sea, en el hombre descasado. Sólo tenían estas bien trabajadas lágrimas de Benton una competencia seria después de la ya vieja y clausurada carrera comercial de Apocalypse Now y de Manhattan, el también muy previsible resurgimiento del jazz en el mundo del espectáculo al cabo del tedio que ya produce el sonido rock por saturación discotequera, callejera, barriobajera, nacionalera. Pero en el enfrentamiento entre el llanto y jazz -Columbia contra Columbia- la infalible computadora de los happy end le dio el triunfo al perfecto folletín de Benton sobre el musical aleatorio de Fosse. Asunto, por otra parte, bien sabido desde que la productora decidió enviar al Festival de Cannes All That Jazz. Música de recambio para la croisette y lágrimas de antes de la guerra para el Dorothy Chandler.
Música y lágrimas
Dos acontecimientos mitológicos han instaurados los oscars que inauguran la nueva década: el definitivo triunfo del hombre de tamaño medio sobre el alto héroe cinematográfico de toda la vida, y el espectacular viraje de rumbo en el ideal femenino americano. Me refiero al identificable Dustin Hoffman y a la muy insospechada Meryl Streep. Ya lo han dicho casi todo los mitólogos de lo cotidiano acerca de la irresistible ascensión de los más bien bajitos en la industria cinematográfica; baste recordar que en estos momentos los hombres de moda en la gran pantalla apenas sobrepasan el metro sesenta y cinco. Dustin Hoffman, Woody Allen, All Pacino y el genial Dudley Moore de la película 10, de Blake Edwards, recientemente elegido por las revistas del corazón de Estados Unidos como el tipo más atractivo de la temporada. Queda así sancionado legalmente el liderazgo de los que teóricamente no dan la talla en la mili y queda también lavado el honor de Mickey Rooney, derrotado precisamente por el máximo representante de la alta comedia, Melvyn Douglas.
El asunto de la señorita Meryl Streep es menos sencillo de interpretar. Confieso que me confunde el éxito fulminante de esta chica treintañera nacida en New Jersey y con un ilustre pasado teatral instalado en esa indefinible mirada oceánica, que lo mismo sirve para un roto melodramático que para un descosido feminista. Su carrera cinematográfica hubiera quemado a cualquier actriz con pretensiones mitológicas: en El Cazador traiciona al mejor amigo de Robert de Niro con el propio De Niro, precipitándolo en el infierno suicidiario de Saigón; en Manhattan, le pone los cuernos a Woody Allen con otra mujer y, no contenta con la faena, escribe un libelo contra el judío errante de las calles de Nueva York; ahora, deja plantados y llorantes a Dustin Hoffman y a su hijo, en Kramer contra Kramer. Ni Rita Hayworth en su era ni Marilyn Monroe en la suya se hubieran atrevido a tratar así a los indiscutibles héroes del mercado cinematográfico, dando con la puerta en las narices a Woody, a De Niro, y a Hoffman. Estoy por apostar a que esta rubia nada despampanante llamada Meryl Streep es la única americana a la que no le gustan los bajitos.
Babelia
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