La educación concentracionaria
Leo una carta llegada de Montevideo, donde se cuenta la vida estudiantil bajo la dictadura uruguaya. En los liceos, cada alumno debe dejar a la entrada su documento de identidad; mientras permanezca dentro habrá perdido su nombre y se le llamará por un número prendido al pecho. El uniforme, obligatorio; prohibido todo aditamento de color que pueda personalizarlo, prohibidos los botones sin prender, prohibidas las gafas de sol, aunque haya sol, prohibidos como norma general los pantalones vaqueros y, para las muchachas, todo tipo de pantalones, aunque sea invierno. Las faldas, exactamente iguales en color y forma, deben cubrir más abajo de las rodillas. Prohibidos en los muchachos la barba y el bigote, el largo del cabello no puede acercarse a menos de dos centímetros del cuello de la camisa.Los bedeles (todos policías, que no dependen de la dirección del instituto, sino de servicios especiales de la seguridad) pueden, regla milimetrada en mano, controlar cabellos y faldas, además de verificar si, en general, la vestimenta femenina se acerca a las normas de pudor propias del pensamiento militar autóctono.
Parte del uniforme es la obligación de calzado negro de modelo único, sin el que no se puede entrar al liceo. Como el precio de zapatos nuevos no está al alcance de la mayoría, muchos acuden a una estratagema, confiados en la hipotética distracción de los bedeles: quienes llevan zapatos negros entran en primer lugar y los pasan luego, por una ventana, a quienes quedaron fuera, para que puedan franquear el control de la puerta.
Prohibido formar grupos en los patios, entre clase y clase. Hay que circular continuamente (la misma cláusula de movimiento perpetuo rige en los penales políticos, aun que el agregado de la cabeza gacha todavía no se ha impuesto a los liceos) y los bedeles acuden a investigar todo corro sospechoso y a sancionarlo. Prohibido que los alumnos lleguen con otra literatura e impresos que los libros y notas referentes al curso.
Respirar por unos días
La vigilancia sobre la conducta de los alumnos se extiende al hogar. Prohibido que los muchachos se reúnan por su cuenta, en la casa de alguno, para estudiar en forma colectiva. Los grupos de estudio son designados al principio de las clases por la dirección del instituto, que establece quiénes deben componerlos. En. todos ellos hay siempre algún alumno hijo o pariente de militares, que vigilará esas reuniones y denunciará a la superioridad cualquier desviación del tema o conversaciones ajenas a la materia.
Hablo con un viajero llegado desde Montevideo para volver dentro de unas semanas. (Hay gentes que vienen de Uruguay o Argentina con itinerarios turísticos de una nueva especie; más importantes que el Louvre o la piazza San Marcos son pequeñas y borrosas ciudades, Utrecht, Lund, Pau, donde viven los amigos desterrados. Se viene a respirar por unos días el oxígeno de la amistad desgarrada, a ejercer otra vez el idioma casi olvidado de las ideas peligrosas y de los recuerdos clausurados. Conozco un grupo de matrimonios argentinos emigrados a Europa no por amenazas físicas concretas ni por motivos políticos perentorios simplemente porque la jungla de la noche bonaerense, plagada de secuestros y crímenes de los comandos parapoliciales, les impedía continuar la antigua costumbre de reunirse los fines de semana. Cuando una de las parejas decidió vivir en España, las demás fueron siguiéndola, para mantener aquella humilde relación humana que era casi su único incentivo en una sociedad desquiciada por el miedo.)
El viajero me cuenta también de los liceos uruguayos. Uno de los bedeles-policías, que se ha ganado el mote patibulario de Ulises el Manco, es un arquetipo de esta canalla traída por la dictadura a la educación pública: especie de playboy con porte de armas, vestido a la última moda del horterismo fascistoide, llega al liceo en un coche sport rojo, penetra en las aulas sin pedir permiso a los profesores (a quienes tutea) y ordena a dos o tres alumnas que abandonen la clase, bajo el pretexto de «investigar». Después selecciona entre ellas a la que debe acompañarlo en el coche sport para un paseo «de trabajo».
Desde 1973 está ilegalizada la Federación de Estudiantes y prohibidas todas las asociaciones de alumnos y de padres de alumnos. La mayoría de las direcciones de liceos pertenece a militares, y también son militares -o parientes de militares- una ávida tropa de profesores, adventicios, para quienes no reza ya la obligación de graduarse en su carrera, Basta para ellos con que sepan leer y escribir, sean mayores de edad, hayan firmado un compromiso de «fe democrática » y no hayan pertenecido nunca a partidos de izquierda ni a sindicatos clausurados, o firmado algún manifiestó «subversivo».
Todo esto ha sido organizado como una nueva política educacional, que liberará a la cultura de sus impurezas,y la moralizará para siempre. El rector de la Universidad de Montevideo es un contador dueño de una fábrica de galletas y ex jerarca de un banco complicado en el contrabando de oro; en la enseñanza secundaria tenía vara alta, hasta hace poco, una buena señora cuyo mérito principal era el parentesco con el presidente del Tribunal Militar Supremo, que ha enviado centenares de profesores a la cárcel y la tortura.
En cuanto a los resultados de las nuevas tesis, confiadas en último término a los mancos Ulises, me entero por el diario montevideo El Día del 29 de febrero último: en 1979, casi la tercera parte de los alumnos de la enseñanza media deberá repetir los cursos (el 22 % de los estudiantes del ciclo básico: 1º, 2º y 3er año). En bachillerato, el 40% del alumnado no aprobó los cursos correspondientes a 4º, 5º y 6º nivel.
Los generales no son idiotas. Los adolescentes de la generación de los años setenta fueron triturados por la máquina represiva: expulsados del estudio, juzgados como subversivos, debieron emigar o se pudren ahora en las cárceles, o fueron asesinados. La segunda generación emerge ahora, domesticada por el sistema concentracionario, castrada políticamente; son los cuadros de mañana, que servirán a un poder militar perpetuado a través de la apertura hacia la «democracia autoritaria», preparada por la dictadura mediante sus cronogramas electorales.
No puedo, por razones obvias, citar los nombres de quien me ha escrito la carta o del viajero que me ha visitado en Madrid. Es posible, en cambio, decir el de mister James Cheek, encargado de negocios de Estados Unidos en la embajada de Montevideo, quien en diciembre, antes de despedirse de sus amigos militares uruguayos, opinó admirativamente del proceso que incluye a la educación concentracionaria: «Yo soy optimista, porque aquí hay un plan. Eso es algo que Uruguay tiene y otros países no tienen.»
¿Ustedes, entre mister Cheek y mis informadores anónimos, con quién se quedan?
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