Andalucía: una paradoja coherente
A los andaluces siempre nos hacen mucha gracia cuando la clase política (no importa de qué signo) nos habla de «racionalizar» proyectos referentes a nuestro propio destino. Y no es que seamos «irracionales», ni mucho menos. Lo que somos es «antirracionalistas». El racionalismo no nos va. Y entiendo por «racionalismo» una de tantas reducciones que se hacen de la complejidad de la existencia humana. El ser humano razona, es cierto; pero al mismo tiempo hace muchas cosas más, todas ellas imbricadas unas en otras.Y digo esto con motivo del reciente referéndum por la autonomía que los andaluces sabemos bien que lo hemos ganado. Ahí están para demostrarlo las cifras absolutas que superan a las correspondientes de los referendos vasco y catalán. ¿Que en virtud de una ley discriminatoria no hemos ganado legalmente? Eso ya lo sabemos los andaluces desde hace siglos. Por eso no somos racionalistas, ni mucho menos legalistas. En otras palabras: no podemos valorar nuestras propias actitudes únicamente por el rasero de determinado legalismo. Yo, que, además de andaluz, soy cristiano (mezcla explosiva), sé muy bien lo que dijo el propio Jesús de Nazaret: «La ley está hecha en función del hombre y no el hombre en función de la ley.» Con ello quería decir que estaba bien que hubiera leyes, ¿cómo no?, pero leyes humanizadoras, no discriminadoras. En otras palabras: por un capricho legal no se puede condenar a un pueblo a desviarse en la ruta hacia su propio destino, tan limpiamente y tan clamorosamente elegido por él mismo.
Esto significa que el pueblo andaluz se siente legalmente agraviado: es un fenómeno que no hago más que constatar, sin entrar en su valoración. En la literatura clásica ya sabemos cómo se las gasta este pueblo cuando el agravio es colectivo: «Fuenteobejuna, todos a una.» Dios nos libre de que esta conciencia de agravio se transforme en cólera explosiva. Yo no creo que esto se produzca. Los andaluces no tenemos necesidad de metralletas; incluso las detestamos. Nos sobra imaginación y fantasía para constituir un frente de resistencia de no violencia activa. Y creo que ello es una obligación moral. Nadie puede ser insensible al ocaso biológico, social y cultural de su propio pueblo.
Aún más (y aquí la paradoja llega a su culmen): nuestra autodefensa implica la buena salud de España. Porque los andaluces somos españoles hasta la médula, y no nos duelen prendas el reconocerlo. Eso de «Estado español» no nos va: el Estado es precisamente la concreción del poder, que para nosotros ha sido casi siempre foráneo y opresivo. Nos gusta más llamarnos miembros de esa comunidad denominada España. Y si alguna vez algún territorio de este colectivo histórico se separara del conjunto, lo sentiríamos de verdad; España quedaría mutilada, pero podría seguir sobreviviendo. Ahora bien, si de España desaparece Andalucía, ¿qué es lo que queda? ¿Cómo podemos hacer propaganda turística del flamenco, del cantejondo, de la Costa del Sol, de la Giralda sevillana, de la mezquita cordobesa o de la sierra Nevada granadina? Porque no podemos negar que los grandes temas de reclamo para el mundo exterior, cuando se habla de España, son muy especialmente andaluces. Y yo mismo me atrevería -en una especie de delirio fantástico- a suponer que esa monstruosidad se realizara. Entonces, los andaluces reclamaríamos para nosotros la patente de la palabra «España»: creo que tendríamos buenas razones para ello, aunque no fuera más que la cuantitativa. Así lo entendió el padre del andalucismo, Blas Infante, cuando en el escudo de Andalucía escribió: «Andalucía por sí, para España y la humanidad.»
El voto de la "gente"
Reflexionando sobre los avatares de la votación autonómica, hemos podido observar que la mayor contribución al sí ha venido de la gente. Y entiendo por gente a los que no están encuadrados en nada, sino que simplemente actúan, deambulan, ríen, lloran, esperan... La palabra pueblo ha sido ya decantada por la clase política y no nos podemos fiar de su amplitud. Pues bien, esta gente, que estaba profundamente desencantada (muchos ni siquiera se «encantaron» la primera vez), la que se ha echado a la calle contra viento y marea (en el sentido literal climatológico de la palabra) y ha arrojado su sí rotundo por la ranura de las urnas electorales, a pesar de los inconcebibles bloqueos que unos fantasmales señoritos (esta vez, vestidos de paisano) realizaron utilizando, sin el menor escrúpulo, todas las trampas posibles. ¡Si siquiera ellos, que tanto creen en las leyes, las cumplieran a raja tabla!
Y termino citando un párrafo del profesor colombiano Juan Friede, que, hablando de la actitud del sevillano fray Bartolomé de las Casas, antiguo obispo de Chiapas, en México, le atribuye a éste una postura que sería ideal para la Iglesia católica en Andalucía actualmente: «En la lucha que estaba librándose en las flamantes colonias españolas para institucionalizar una estructura social clasista, Las Casas y su equipo se inclinaron decididamente en favor de la clase indígena y de los inmigrantes españoles pobres. El esfuerzo por asegurar el bienestar económico de estos sectores de la población adquirió carácter de una verdadera lucha de clases, en la cual Las Casas expresaba ideas y adoptaba tácticas que casi permiten enrolarlo en la escuela marxista moderna. Hacía una neta distinción entre los intereses económicos de la minoría -la clase alta de la sociedad- y los de la mayoría oprimida de indios y españoles. A lo largo de su vida no dejó de denunciar los intereses económicos como el principal móvil que inducía a los consejeros del rey, a los altos funcionarios e incluso a obispos y frailes para adoptar una política anti-indigenista. Más de una vez reveló el carácter clasista de las teorías jurídico-teológicas tras de las cuales se ocultaban los intereses económicos de la clase alta. Declaraba sin vacilación que todas aquellas teorías encubrían "el propio apetito y particular utilidad" de quienes las propugnaban» (Bartolomé de las Casas, precursor del anticolonialismo. México, 1974, página 105).
¡Ojalá los obispos católicos de esta nuestra Andalucía siguieran las huellas evangélicas de aquel gran andaluz universal (como lo han sido todos los andaluces de pro) y, en vez de rizar el rizo de pequeñas e inútiles reformas o de perder el tiempo en lloriqueos resentidos, se pusieran al lado de la gente, ofreciéndole la enorme potencialidad de liberación que contiene el Evangelio, cuando se lee en el griego pobre y lleno de incorrecciones gramaticales y literarias, en el que lo escribió aquella pobre gente que formaba las primeras comunidades cristianas de la historia!
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