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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El debate de la enseñanza

EL COMIENZO del debate en la Comisión del Congreso sobre el Estatuto de Centros Docentes confirma la generalizada impresión de que el Gobierno está decidido asacar adelante su proyecto de ley, con la ayuda de Coalición Democrática y de las minorías nacionalistas, sin entrar a considerar la eventual impopularidad de esa norma entre los profesionales de la enseñanza del sector estatal y sin buscar superficies de acuerdo con la oposición socialista y comunista.La decisión está cargada de implicaciones negativas, ya que significa olvidarse de la compleja realidad de un tejido social que apenas cuadra con las simplificaciones, entre maniqueas y demagógicas, que se han dedicado a vender a la opinión pública los propagandistas y los acólitos del padre Martínez Fuertes.

En algún comentario editorial anterior indicamos que el principio de la completa estatalización de la enseñanza no universitaria no sólo ignora la imposibilidad de cubrir a corto o medio plazo, mediante la oferta pública, la demanda escolar -dado el elevadísimo porcentaje de alumnos atendidos por el sector privado-, sino que además niega a la sociedad capacidad de iniciativa para contribuir a esa tarea. Ahora bien, una cosa es reconocer y aceptar ese panorama y otra bien distinta qúe el Estado adopte una estrategia en el terreno de la educación que convierta la necesidad en virtud y fije la situación de los centros educativos, como si de los habitantes de Pompeya en el momento de la erupción del Vesubio se tratara, en las mismas posturas que la política del anteirior régimen estableció en este ámbito.

La crisis fiscal del Estado hace impensable que el gasto público en educación pueda seguir creciendo a la vez para reforzar el sector estatal y para aumentar las subvenciones al sector privado. Nos encontramos, así pues, en la típica necesidad de señalar prioridades y de seleccionar las líneas de avance en una situación de recursos escasos del tesoro público. Los intereses de los centros privados son legítimos y respetables, pero su propia dinámica los coloca al margen de una planificación de las inversiones en instalaciones y en dotaciones para cubrir las zonas menos escolarizadas o donde la demanda escolar haya rebasado ya a 14 oferta existente. El sector público, en cambio, tiene la posibilidad de satisfacer esos objetivos, para lo cual, evidentemente, necesita incrementar sus inversiones y gastos culturales. Si el sentido común está hace mucho tiempo de acuerdo en la escasajustifícación de desnudar a un santo para vestir a otro, forzoso es reconocer que sería atentar contra la lógica del servicio público y contra el bien común, el despojar de fondos públicos al sector estatal para entregárselos a los colegios privados, en gran parte en manos de la Iglesia. Y el peso preponderante de las órdenes religiosas en los centros escolares privados obliga a recordar que la Iglesia es una institución cuya implantación en el entramado social difícilmente puede equipararse con las iniciativas de cooperativas de profesores o de empresarios privados.

Es en esta perspectiva donde cobra todo su significado la polémica acerca de las subvenciones públicas a los centros privados en relación con el «ideario» de los colegios. Porque parece indiscutible que los centros privados subvencionados por el Estado deberían cubrir unos mínimos de enseñanza homogénea con la de los centros públicos, de forma tal que el «ideario» de aquéllos quedara subordinado al «ideario» superior de una educación pluralista, tolerante y civilizada. Sería simplemente intolerable que los profesores de los colegios religiosos convirtieran sus cátedras en púlpitos para la blasfemia o para herir provocadoramente las creencias religiosas de sus patronos y de sus alumnos. Pero igualmente intolerablesería que el particular «ideario» religioso de un colegio se convirtiera en un filtro censor e inquisitorial para impedir la información científica o coartar la pluralidad ideológica. A nadie debería parecerle un ataque a las libertades lo que, en realidad, es su defensa; y no resulta incongruente con los principios de la libertad de enseñanza que el Estado exija a los centros privados subvencionados que su particular «ideario» no contradiga el superior «ideario» que forman el conjunto de principios consagrados en la Constitución.

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