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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Escuchar a Henry Kissinger

Si no me regala un buen y contrastado amigo el impresionante volumen de Mis memorias, de Henry Kissinger, nunca me hubiese atrevido a comprarlo..., incluso, tal vez, ni a aproximarme y manosearlo en el expositor de la tienda. Hay dos razones poderosas: la primera es el tiempo, inextensible, que nos convierte en verdaderos avaros, poco propicios a regalarlo o tirarlo alegremente en la lectura de unas memorias ciclópeas de un personaje dificil, a veces ambiguo, en la imagen periodística que nos ha llegado durante los últimos años; la segunda es esa progresiva y sutil convicción que se apodera de las gentes a propósito de la distribución del poder y la opinión: llega un día en que, dentro de uno, cristaliza la idea de que prestar atención a la información que le llega por conductos naturales (agua, aire, cielo, tierra) es como escuchar, de parte de las ovejas, la voz del pastor; parece como si se nos destinara sólo y exclusivamente aquello que podemos o debemos oír, como si la «libertad de expresión» fuese como la libertad que nos otorgan los dados en el juego del parchís... Cuesta mucho, por tanto, seleccionar esa información, y mucho más todavía, dar pábulo a un mamotreto confeccionado por uno de los -teóricamente al menos- más conspicuos representantes de la información deformada, al que inevitablemente imaginamos intencionadamente dispuesto a confeccionar este verdadero anuario de la política reciente norteamericana.Sin embargo, al autor parece haberle ocurrido exactamente igual con la aventura política motivo de estas memorias. Como profesor de Harvard, como político que ya se había encuadrado en una línea e incluso colaborado notoriamente con la Administración Kennedy, era poco probable que un día llegase a . ser insustituible en la política contemporánea bajo las administraciones Nixon y Ford. Hay siempre un misterio en todo lo real que se nos escapa en última instancia. Es fácil imaginar a un hombre brillante, inteligente, ambicioso y apasionado por la política en disposición de aportar «lo que sabe» al gabinete, a cambio de participar en la construcción de algunas decisiones. Su «amor propío» profesional le llevará siempre a eso, con independencia de consideraciones sobre lealtad a otros hombres o grupos a los que se ha servido y hoy por hoy están alejados de la gran política. Igualmente, es fácil imaginar a un Nixon abrumado por un considerable número de personajes de su misma orientación, colaboradores de su campaña electoral que aspiran a cargos o que, en el mejor de los casos, no entienden cómo puede tener espacio en el equipo un hombre teóricamente adversario. Y, asimismo, es fácil imaginar a un profesor universitario lúcido, situado, considerablemente orgulloso, dudar de que él tenga algo positivo que hacer con unos señores con los que no está de acuerdo. Pero el espíritu romántico predomina sobre consideraciones de simple prudencia defensiva cuando la pasión por un objetivo es lo bastante fuerte. La reticencia del intelectual demócrata da paso a la alegría lúcida de uno de los más caracterizados coautores del último período histórico en el planeta.

Sin aceptar que estamos ante un hombre excepcional no se puede entender lo que cuenta de manera fluida, profesoral, documentada, científica, en sus memorias. El modo como resuelve sus contactos con Nixon, las excepcionales circunstancias en que va madurando su personalidad política; los viajes a China, Moscú, diversas partes de Europa, la estrategia de Vietnam, de las SALT, de la política de defensa.... en todo ello hay algo de misteriosa energía. Sabe los intereses que representa y defiende, pero procura y consigue en incontables ocasiones no traicionar el pacto con el hombre, que hay que suponer en un liberal educado en Harvard (no importa que la militarización de las ideologías nos haya conducido a una posición en que «no se puede pensar así» de nadie que haya ocupado cargos en la Casa Blanca o en el Pentágono). A lo largo y ancho de su ejecutoria está lúcido, no es posible dudarlo. Pero en este libro lo está doblemente. Es una permanente incitación a la inteligencia, un chisporrotear de imaginación, de humor, de «filosofia de la praxis», de sabiduría aplicada a realidades complejas. No creo que ningún político de carrera o de vocación, milite, en el ejército que fuere, cometa el error de ignorar este libro. Si yo fuera político en activo, lo recomendaría, incluso a mis adversarios, en la seguridad de que toda pelea debe elevarse en contenidos, objetivos, inspiración, si alguien ha de beneficiarse después de sus resultados.

El índice resulta prometedor. (No puedo negar que «por el índice muere el pez» del lector culto o del impenitente bibliófilo.) Es un bocado demasiado fuerte. Desde 1969 a 1973, nadie en el mundo, nunca, se atreverá sin riesgo de error a prescindir de esta obra monumental. Yo formularía un reto a hombres jóvenes o maduros, de izquierda o derecha: que lean este libro y me digan si a continuación su idea del mundo o de la reciente política es la misma. Y no pienso en conversiones posibles al norteamericanismo, no. Simplemente, viene a mi memoria don José Conde, genial profesor de aritmética en mi ya distante bachillerato, quien nos torturaba continuamente con una frase cada vez más verdadera en el contexto de lo que viene siendo mi vida: «Nada, nada: que hay que estudiary dejaos de tonterías.» Durante años, el significado político de Kissinger era tan inequívoco, tan polarizado desde el punto de vista geopolítico, que su Nobel de la Paz ha contribuido en parte a desacreditar el premio, al menos ante un muy nutrido sector de la opinión. Pienso que hubiera sucedido igual con cualquier manager de la política norteamericana. Porque al amo se le mira siempre con recelo: sólo algunas veces con transitorio respeto. Pero llega un tiempo en que la dialéctica bobalicona de amo-esclavo se queda pequeña, resulta demasiado simplista y no le dice a uno nada o casi nada. Ser amo es, al menos, tan dificil como ser esclavo y en ocasiones mucho más; la libertadconsumida en el empeño es, casi siempre, mucho mayor por parte del amo. Pero es que hombre, y de considerable hondura, puede serlo cualquier esclavo, a condición de no ser aplastado por la sumisión. Todos, por otra parte, somos esclavos o siervos de algo: limitados, desinformados, tontos en muchas cosas de las que hemos acabado dependiendo sin el concurso culpable de las agencias de prensa monopolizadas por el eje polar Washington-Moscú.

No estoy dispuesto, a ningún precio, a negarme el derecho y el deber de escuchar e intentar comprender a los hombres lúcidos de mi época. Ninguna fe me puede exigir que ponga entre paréntesis lo que puedo ver o comprender, como, recíprocamente, ninguna intelección real y auténtica me podría privar de mis fes, sino, al contrario, dotarlas de superior categoría y complejidad. Por lo demás, resulta refrescante asumir de una vez por todas que de armas estratégicas, conferencias de desarme y bagatelas, tales como una declaración de guerra, la mayoría de nosotros no sabemos nada y, en cualquier caso, mucho menos que el señor Kissinger: escuchémosle, incluso si hemos de negarle.

Francisco Albertos Constan, médico psiquiatra, es director del Instituto Español de Acupuntura de Madrid.

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