Los imperialismos frente al Islam
Merece la pena dar un breve repaso a la historia reciente de Afganistán. El 17 de julio de 1973, un golpe de Estado derroca a la monarquía y proclama al ex primer ministro Daud Jan presidente de la República. Daud recibe en 1975 la visita oficial de Nicolai Podgorni y firma dos años más tarde con los rusos un importante acuerdo de cooperación. No obstante, su filosovietismo es derrocado, a su vez, el 27 de abril de 1978 por un golpe del Partido Democrático del Pueblo Afgano, que eleva a Mohamed Taraki a la presidencia de la República Democrática de Afganistán. El PDPA es en realidad una organización pantalla que engloba a las dos ramas del minúsculo movimiento comunista afgano -el Jalq (el Pueblo) y el Parchan (la Bandera)-, cuya implantación se reduce a algunos cuadros de la burguesía media y a funcionarios y militares de carrera formados en la URSS. En agosto del mismo año, la fracción Parchan desaparece bruscamente de la escena: sus líderes son detenidos, eliminados o enviados a la fuerza, como el actual presidente, Babrak Karmal, a una embajada remota. El Jalq, por su parte, se escinde en dos tendencias: la representada por Taraki y la del ambicioso Hafizullah Amin, nombrado en marzo de 1979 jefe de Gobierno. Coincidiendo con la aceleración del «proceso socialista» y la generalización del movimiento de resistencia al mismo, se desarrolla una áspera lucha entre los dos clanes por los mecanismos de control del poder. Aunque fracasa un golpe militar de inspiración nacionalista, y Taraki asegura que Amin y él son «como la uña y el dedo, próximos e inseparables», las conspiraciones de uno y otro para eliminar a su rival prosiguen activamente. El 16 de septiembre, un breve comunicado anuncia que Taraki, que acaba de volver de la URSS, donde se ha entrevistado con Brejnev, ha dimitido de sus funciones por «causa de enfermedad». Enfermedad galopante y mortal porque, a la hora en que se difunde el comunicado, yace acribillado de balazos en su propio despacho presidencial. El nuevo hombre fuerte del régimen anuncla el establecimiento de «un orden socialista mejor» y, tras publicar una lista de 12.000 víctimas, torturadas y ejecutadas, dice, por orden de su antecesor, retrata a este y a sus colaboradores como una pandilla de «ambiciosos arrogantes, depravados y alcohólicos» que -citó textualmente- «violaban la castidad de los trabajadores».
Amin no servía
Con el apoyo de los consejeros militares soviéticos, Amin lanza una ofensiva general contra los movimientos de resistencia islámicos y, temiendo con razón por su vida, se encierra en su fortaleza-palacio. A los cargos de presidente de la República, del Consejo de la Revolución, del Comité de Defensa de la Patria y del secretario general del Politburó, añade los de presidente del comité elaborador de la Constitución y de la Organización Nacional de la Defensa de la República. Los miembros de su clan se encargan entre tanto de la dirección de la seguridad. Todo ello en vano, porque sus patrones soviéticos descontentos de sus métodos, un tanto expeditivos, y su incapacidad de poner coto a la guerra popular islámica- repiten la operación brillantemente inaugurada en Praga, a fin de «restablecer el orden» e instalar de paso a un figurón, transportado directamente en su equipaje.La misma enfermedad fulminante que acabó con la vida de Taraki se lleva ahora a la totalidad de la familia de su sucesor, incluidos sus cuatro esposas y veinticuatro hijos. Amin resulta ser, de la noche a la mañana, un fascista, espía del imperialismo americano, ávido de sangre, dictador, verdugo y traidor a la patria. El glorioso internacionalismo proletario practicado ya en Hungría, Checoslovaquia, Camboya y Eritrea triunfa una vez más para sosiego y felicidad de los pueblos: según un despacho de la Tass, los afganos besan la mano de sus salvadores y sonríen con rostro radiante. Como guinda del coctel citaremos el mensaje de felicitación de Brejnev al último presidente de quita y pon, por «su elección a las altas funciones del Estado». Si se recuerda el conjunto de circunstancias altamente democráticas que concurrieron en la elección del propio Brejnev, dicho mensaje se inscribe en la larga lista de perlas de cultivo del inefable centralismo democrático.
Pero dejemos esta burda y sangrienta farsa al cuidado de los kremlinólogos y examinemos la realidad de la tragedia vivida por el pueblo afgano. Desde la toma del poder por el grupo Taraki-Amin, el país ha sufrido un régimen de opresión y purga continuas. La primera ola de ejecuciones y encarcelamientos afectó en mayo de 1978 a centenares de funcionarios de presidente Daud; tres meses después, los comunistas parchamis caían víctimas de la siguiente redada; en diciembre, es el turno de los Hermanos Musulmanes, opuestos a la reforma agraria, la supresión de la dote y otras medidas avanzadas: todos ellos son ejecutados sin piedad. En septiembre de 1979, Amnistía Internacional estimaba que el número de detenidos en la prisión de Pufi Charci, al este de la capital, rebasaba la cifra de 12.000. A ellos había que agregar, según fuentes fidedignas, unos 60.000 asesinados sin proceso alguno, en aplicación de la ley de fugas. El descontento popular contra el régimen es reprimido con ferocidad: el 23 de junio último, una manifestación de protesta callejera ocasionó en Kabul 120 muertos. Françoise Grousser Gouin, la etnóloga francesa que ha consagrado su vida al estudio de las tribus afganas y ha vivido los acontecimientos del pasado año, estima en 350.000 el número de desaparecidos en el curso de los combates entre la guerrilla y el Ejército gubernamental.
Esgrimiendo el arma del voluntarismo revolucionario, los miembros del Jalq se han lanzado, en efecto, a partir del año 1979, a la transformación política, social y cultural del país: los militantes del partido recorren las zonas rurales para alfabetizar, aplicar la reforma agraria y emancipar a la mujer. Los objetivos son sin duda estimables y justos; sin embargo, la brutalidad con que los impone, el radicalismo de los cambios y sobre todo la sustitución de la bandera nacional afgana por una bandera roja moviliza pronto contra Taraki, Amin y los soviéticos a la casi totalidad del país. El Ejército afgano contaba oficialmente 100.000 hombres, pero las purgas sucesivas y las deserciones en masa reducen, poco a poco, sus efectivos a menos de la mitad. Para aplastar la rebelión, tanto Taraki como Amin tienen que recurrir a la ayuda de sus protectores. En otoño, más de 5.000 instructores soviéticos encuadran al desintegrado Ejército afgano. Con ayuda de los Mig-21 y helicópteros de combate proceden a «limpiar» el país a golpes de napalm. Escenas de millares de víctimas, centenares de miles de refugiados, pueblos en ruina marcan la nueva fase de vietnamización. El 24 de octubre, los habitantes de Arzow, que, para huir de las bombas incendiarias, se han refugiado en la mezquita de la localidad, perecen abrasados en ella: el testimonio de un médico afgano a Liberation revela en detalle la hecatombe de este nuevo Oradour. Ni Somoza ni el sha habían llevado la lógica de la represión a tales extremos.
Lo ocurrido después de la liquidación de Amin y la ocupación del país por 50.000 soldados soviéticos revela que Moscú está decidido a mantener a la fuerza su nuevo protectorado afgano.
Argumentar, como leo en la prensa comunista francesa, que la intervención soviética era necesaria para «preservar las conquistas del socialismo» es lisa y llanamente una falsedad. Ninguna doctrina ni ideología, por excelentes que sean, pueden propagarse mediante ocupaciones armadas, es preciso el sentimiento nacional y religioso, bombardeos con napalm. Los defensores del nuevo golpe de Praga incurren en realidad en el viejo sofisma de las potencias coloniales europeas cuando justificaban su intervención en Asia y Africa con pretextos civilizadores: abrir ferrocarriles y carreteras, crear escuelas y hospitales, establecer un modelo de vida superior. Francia disculpó así sus protectorados marroquí y tunecino; Inglaterra, sus mandatos árabes; Italia, su agresión a Etiopía. La lógica del progreso -ya sea la del capitalismo «salvaje», ya la del nuevo capitalismo de Estado- obedece a una concepción etnocéntrica del mundo que prescinde totalmente de la morada vital -usos, costumbres, creencias, aspiraciones- de las civilizaciones distintas de la nuestra. La abortada revolución blanca del sha y la roja de los sucesivos mandatarios de Kabul tienen, cuando menos, un punto en común: el de imponerse desde arriba y, a fin de cuentas, desde fuera, contra la voluntad de sus supuestos beneficiarios. El marxismo-leninismo, versión soviética, se ha convertido así en la última máscara del neocolonialismo vergonzante de hoy.
Una observación final: la invasión Afganistán demuestra, una vez más, como reza el comunicado del Consejo de la Revolución iraní: «Las superpotencias, a pesar de su aparente oposición, aprovechan todas las ocasiones para repartirse el planeta». Pues la decisión de Moscú no ayuda ni mucho menos a Teherán en su actual enfrentamiento con Washington. En verdad, el despertar del mundo islámico inquieta tanto a los líderes del Kremlin como a los de la Casa Blanca. La rebelión de los pueblos musulmanes choca con los criterios prevalentes, tanto en el Este como en el Oeste, y Mientras el orden soviético reina en Kabul, el mundo occidental, abrumado con el impacto de una crisis que recuerda cada vez más a la de 1929, incapaz de conformar su nivel y modo de vida a las necesidades apremiantes de los desheredados del Tercer Mundo, busca un chivo emisario para justificar su propio fracaso. Norteamericanos y soviéticos operan de acuerdo a esquemas globales de dominio. Una caricatura de un periódico turco mostraba recientemente a dos comensales, Brejnev y Carter, en la que el primero devoraba tranquilamente a Afganistán e invitaba a su colega, todavía vacilante, a seguir su ejemplo con Jomeini.
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