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LA LIDIA

El cura del palco

ENVIADO ESPECIAL, En el palco presidencial hay un cura cuya función allí no se nos alcanza, aunque aceptamos que debe ser importantisima. Va de sotana preconciliar, pero -así de paradójica es la vida- da la nota de color y acaso sea esa, por ejemplo, una de sus funciones, por cierto nada desdeñable. La nota de color es necesaria en este valle de lágrimas, y en los toros, más.De aquí que procuremos no dejar pasar mucho tiempo sin prestarle atención. El buen pastor distrae la tarde en placentera contemplación de los tendidos, y sólo de cuando en cuando atiende a la lidia. Debe ser buen aficionado, pues cuando lo hace algo importante sucede en el ruedo. Así, ayer no le quitaba ojo al primer pupilo de Ramón Sánchez, que era terciadito, seguramente tocado de pitones, flojo, pero de mucha clase. Remató el toro en tablas, de salida, embistió codicioso a los capotes, se arrancó de largo y con fijeza al caballo, y para la muleta tuvo nobleza. Sin embargo, su invalidez le impedía lucir la bravura. Paquirri le toreó con mucho oficio y vulgaridad.

Plaza de Salamanca

Cuarta corrida de feria. Toros de Ramón Sánchez, desiguales, en general, escasos de trapío, flojos, varios sospechosos de pitones. Paquirri: estocada desprendida (oreja). Gran estocada (dos orejas). Angel Teruel: estocada trasera atravesada (silencio). Estocada perpendicular atravesada y cuatro descabellos barrenando (vuelta). Niño de la Capea: pinchazo, estocada y descabello (silencio). Tres pinchazos y estocada (palmas).

También el cura del palco siguió con interés la espectacular pelea del cuarto en el primer tercio, el cual, pronto y alegre, se arrancaba desde bastante distancia, y en uno de los encontronazos desmontó. En banderillas se vino abajo, acabó aplomado y soportó con sosería que el barbateño se volcó sobre el morrillo en un volapié sensacional y metió la espada, hasta el puño, por el hoyo de las agujas.

Paquirri, que estaba en un interesante punto de madurez, no, artística, pero si técnica, daría en el quinto el capotazo de la tarde. Sus compañeros se dedicaban a aparcar al toro -también bravo en el caballo- con afanosas y poco eficaces bregas, y cuando le llegó el turno marcó el lance, con gracia y maestría, a una mano -no necesitó más- y dejó en suerte el toro a la distancia debida. Ese ramonsánchez, flojo y de temperamento aborregado, permitió que Teruel le instrumentara los muchos y compuestitos pases de siempre. Aburrió un poco Teruel.

El resto del ganado, flojo, como toda la corrida, resultó manso. El cura del palco estará de acuerdo, casi seguro, pues prestaba poca o ninguna atención a su lidia. Hacía bien, porque apenas se perdió nada. La faenita superficial de Teruel al insignificante segundo olvidada está. Con el tercero, que carecía de clase, no se acopló el Niño de la Capea. El sexto, a pesar de que fue el más manso de todos, acabó muy noble, y la faena del Niño de la Capea, interminable, se podría calificar midiendo las aceleraciones crecientes de sus pases, los tirones, el trajín que se traía, aquella forma de descoyuntar el cuerpo, como si el toreo fuera oficio de contorsionistas. Mucho corre y salta el Niño de la Capea.

Dice Manuel Molés en su columna de Pueblo que el cura del palco es mi debilidad. Quizá no tanto, pero he de reconocer que me enternece. Un cura, en calidad de asesor de la presidencia, es un gran hallazgo que debiera incorporarse al nuevo reglamento. Mas, con arreglo a la Constitución, se tendría que dar cabida, igualmente, a ministros de otras confesiones, y de paso, a un agnóstico y a un francmasón o similar, para que los hiciera rabiar a todos y alborotara el palco. Qué emoción entonces.

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