La paz de Montevideo
DURANTE MAS de cien años el equilibrio de Argentina y Chile en la zona austral y el canal de Beagle se ha basado en este acuerdo: Argentina es una nación atlántica, Chile es una nación del Pacífico. El acuerdo provisional firma do ahora en Montevideo, por la gestión del mediador pontificio, el cardenal Antonio Samoré, prácticamente se limita a repetir esta especie de axioma, a la reanudación de las conversaciones de las dos potencias a partir de él y a la renuncia a medios de guerra para resolver la disputa territorial. No es una solución definitiva, pero sí es satisfactoria. La gestión del cardenal Samoré ha estado precedida de una serie de presiones interiores sobre los dos Gobiernos para evitar la guerra, procedentes, principalmente de intelectuales, Iglesia y pueblo. Presiones mal recibidas cuando los dos países parecían determinados a la guerra: Borges, principal intérprete de los intelectuales argentinos pacifistas, fue tratado en su país de «gran chileno». Las manifestaciones populares llegaron a producir una concentración numerosa de jóvenes de los dos países bajo la colosal estatua del Cristo de los Andes, en la frontera de los dos países, en una jornada de oraciones por la paz; en Buenos Aires hubo una gran manifestación el día de fin de año y una ceremonia en la catedral, en la que el episcopado convocó a los creyentes y los no creyentes, al final de la cual un nuevo desfile popular recorría las calles proclamando la fraternidad con, Chile y el grito de «Paz sí, guerra no» y «Guerra fuera de Chile, de Argentina, fuera de América Latina». La participación de la Iglesia de los dos países en los movimientos de masas -que no hubieran sido posibles, tampoco, sin la anuencia de los dos Gobiernos ha sido decisiva.Los efectos secundarios de la paz de Montevideo son muy considerables. Por una parte, los regímenes militares de los dos países se hubieran visto muy comprometidos ante sus opiniones populares y ante el mundo de haber llegado a una guerra territorial; han salido reforzados. Su refuerzo diplomático es aún mayor por el hecho de haber solicitado, aceptado y sometido a la mediación de la Santa Sede, su relación con una Iglesia crítica para con los dos regímenes, con un Vaticano que rehuía hasta ahora pronunciarse en favor de ellos -y no se ha pronunciado, reaimente- ha mejorado indiscutiblemente. Videla y Pinochet aparecen ahora como hijos sumisos, y las proclamaciones de católicos que ha hecho cada uno de ellos al principio de su mandato tienen un aroma de confirmación con esta señal de respeto a las directivas del Pontífice.
Otro efecto secundario es en beneficio del papa Juan Pablo II, cuya primera intervención internacional de envergadura, en un tema que parecía envenenado y en algunas ocasiones de riesgo inminente -cuando las dos capitales iniciaron medidas de defensa pasiva: oscurecimiento, racionamiento, movilización de reservas-, ha sido coronada por el éxito.
No se puede, sin embargo, negar la posibilidad de razón de algunos escépticos, que han estado manteniendo durante todo el tiempo de la crisis que se trataba más bien de una partida de guerra fría sostenida por los dos Gobiernos, que, en realidad, no pensaron nunca en acudir a la guerra como solución; que intentaron, con la teatralidad de algunas situaciones, distraer a sus ciudadanos de los problemas interiores. Pero, aun admitiendo que en toda crisis internacional hay una parte de espectáculo, el conflicto del Beagle es lo suficientemente antiguo y lo suficientemente agudo como para que en algún momento se transformara en hostilidad abierta.
Los peligros no han desaparecido todavía. Probablemente reaparecerán en cualquier futuro histórico. Pero la realidad suficiente es que el rieslo de guerra se ha alejado mucho, y que las presiones populares y la hábil, inteligente e infatigable mediación del cardenal Samoré ha sido de gran eficacia.
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