Manuel Azaña y el y el "Idearium", de Ganivet
Hace 82 años terminaba de escribir su Idearium español Angel Ganivet. ¿Qué es lo que quiso decirnos aquel español ilusionado y torturado que finalizó su obra y su vida en las grisáceas nieblas de Riga? ¿Qué actualidad pueden tener hoy sus ideas y sus utopías? ¿Qué vigencia mantienen sus asertos? ¿En qué acertó y en qué se equivocó sobre el espíritu español y el porvenir de España?Vamos a intentar responder a estas preguntas glosando la réplica que años más tarde le hizo otro español de gran agudeza intelectual y de una significación extraordinaria en la realidad cultural de nuestro país: Manuel Azaña.
Cuando se examina la constitución ideal de España -escribe Ganivel-, el elemento moral y, en cierto modo, religioso más profundo que en ella se descubre, como sirviéndole decimiento, es el estoicismo: «El alma continuaba sola, abierta como una rosa mística a los ideales de la virginidad... Algo fuerte e indestructible, como un eje diamantino.»
Plumas y palabras
Manuel Azaña. Editorial Grijalbo. Barcelona, 1978.
El Idearium, subraya Azaña, se abre con una hipótesis fundamental: el supuesto de la virginidad del alma española, representado con una alegoría, el dogma de la Inmaculada Concepción. Pero este dogma no significa la virginidad de María después del nacimiento de Jesús, la cual se expresa en el misterio de la encarnación del Hijo de Dios. La concepción inmaculada es de María; significa que la misma Virgen, madre futura de Jesús, fue concebida sin la mancha del pecado original.
Ganivet, que quería ser original a cualquier precio, según escribía Ortega, se emociona pensando en un error.
En este supuesto espíritu virginal pretende Ganivet sostener su teoría del españolpuro. Para ello usa de varios conceptos que le sirven de andamiaje a su edificación ideológica. Una acrisolada pureza étnica, el espíritu territorial, un cristianismo nacionalista y la conversión de don Quijote en un moderno Robinson Crusoe.
Para Ganivet hemos tenido, después de períodos sin unidad de carácter, un período hispano-romano, otro hispano-visigótico y otro hispano-árabe; el que le sigue será un período hispano-europeo e hispano-colonial. Pero no hemos tenido un período español puro, en el cual nuestro espíritu, constituido ya, diera sus frutos en su propio territorio, y por no haberlo tenido, la lógica de la historia exige que lo tengamos y nos esforcemos por ser nosotros los continuadores.
Puntualiza Azaña que a este ensayo puede calificársele de licencioso, «en cuanto se sustrae al rigor de los datos objetivos del probíema planteado y epiloga sobre su materia tomándose libertades sólo admisibles, legítimas, respecto de un tema de pura invención personal.
Si hacemos la prueba de comparar los dos textos, se notará enseguida que la tesis de Ganivet es ocurrente, entusiasta unas veces, pesimista otras; no está muy seguro de sus creencias, del «eje diamantino» pasa a decir que «España es un absurdo histórico», en otro momento expone que dos figuras tan desemejantes como Kempis y Proudhon son psicológicamente idénticas: «El uno piensa en silencio y el otro en medio del tumulto; pero ambos son pensadores solitarios, ambos tienen igual concepto negativo de la vida. »
Su fe en el espíritu territorial le lleva a imaginar una imperativa misión civilizadora y expansionista en Africa, aunque luego mantenga la conveniencia de una política autárquica y enmarcada en los límites geográficos propios para que no se pierda la esencia de nuestro carácter.
Culpa a la fatalidad histórica que nos pusiese en la pendiente que nos puso, «y lo mismo que la fuerza nacional se transformó en acción, hubiese podido mantenerse encerrada en nuestro territorio en una vida más íntima y hacer de nuestra nación una Grecia cristiana».
Pero el desliz que no le perdona Azaña a Ganivet es cuando se refiere a la batalla de Villalar y escribe: «Los comuneros no eran liberales o libertadores, como muchos quieren hacernos creer, no eran héroes románticos inflamados por ideas nuevas y generosas; eran castellanos rígidos, exclusivistas, que defendían la política tradicional y nacional contra la innovadora y europea de Carlos l. »
Liberales -escribe Azaña-, cuando la acepción política del vocablo y la doctrina que significa no pertenecían a este mundo, seguramente no lo fueron. Sí quisieron ser Ebertadores. Querían libertarse del despotismo cesarista, del gobierno por favoritos, del predominio de una clase. Invocaban un derecho, pusieron en pie instituciones, pedían garantías, conducentes al gobierno de la nación por las clases media y productora.
La antítesis que hace Azaña al Idearium es rigurosa y metódica, rotunda y convincente. Descubre la suplantación de valores que el autor comete. No puede acotarse un renglón del Idearium sin que los escolios se enreden como cerezas para contradecirlo, afirma Azaña.
En la revisión crítica de la obra de Ganivet hay dos temas en que la pluma de Azaña se excita y la refutación adquiere un tono más vivo y enérgico. Se trata de Lope de Vega y Velázquez.
Dice Ganivet refiriéndose a Lope: «Cómo se explica que Lope de Vega no nos haya dejado una obra acabada", como Hamlet? Porque Shakespeare disparaba después de apuntar bien y daba casi siempre en el blanco, mientras que Lope no daba casi nunca, porque tiraba sin apuntar, al aire. »
Si hacemos caso a Ganivet -responde Azaña-; Lope sería el fundador y el destructor de nuestra escena. Y ¿dónde hay una expresión nacional más profunda y verídica? La casi divinidad de Lope proviene del encuentro de su verbo y el tesoro de emociones que estaban como retraídas y taciturnas hasta recibir del poeta la libertad y el habla.
Según el criterio de Ganivet, entre los que se dejaban ir sin saber a dónde se encuentra Velázquez, «el más grande genio pictórico, tan ignorante como Goya», por carencia de reflexión técnica.
El motivo central de estas dos obras es la búsqueda de una teoría sobre el porvenir de España. Los autores hablan con indudable buena fe, desde distintos puntos de vista. Hay honrada sinceridad.
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