España y el Magreb: los cuernos del dilema
POR RAZONES tanto históricas como geopolíticas, España está condenada a seguir muy de cerca la situación en el Magreb y a manejar con gran cuidado las relaciones con los países de esa área. En este caso, las fronteras entre la política exterior y los asuntos internos son difíciles de trazar, porque el curso de los acontecimientos en el norte de Africa puede influir sobre la normalidad de nuestra vida pública. Para complicar todavía más el panorama, Marruecos y Argelia, nuestros más importantes vecinos al sur del Mediterráneo, se creen con derecho a exigir a España una posición clara en las cuestiones en que sus intereses son antagónicos, y ambos países disponen de medios para tratar de violentar la voluntad española en puntos muy sensibles para nuestro equilibrio interior. Rabat y Argel, enfrentados casi al borde de la guerra por el antiguo Sahara español, buscan el apoyo de Madrid para reforzar sus posiciones. La espada de Damocles que hace pender Marruecos sobre España es la reivindicación de Ceuta y Melilla; Argelia, por su parte, está moviendo desde hace tiempo sus peones contra España al apoyar en el seno de la OUA la descabellada tesis de la independencia de Canarias y dar asilo y apoyo al MPAIAC. Algunos han llegado incluso a apuntar la hipótesis, de que servicios paralelos argelinos podrían dar cobertura a terroristas de ETA y GRAPO.Nuestra política exterior en la región se halla, así, encerrada en los cuernos de un peligroso dilema. Los acuerdos de Madrid de 1975, condicionados por los errores estratégicos de la diplomacia de la dictadura y por la crítica situación interior creada por la agonía de Franco, nos alinearon en la práctica detrás de las tesis marroquíes, pese a que la letra de los compromisos y declaraciones españoles permitían, teóricamente, otra lectura. Nuestra acción diplomática no hizo, con posterioridad, más que seguir la estela de aquel hecho consumado que utilizó Marruecos para arrogarse la soberanía de¡ antiguo Sahara español. De esta forma, el contencioso con Rabat sobre Ceuta y Melilla quedó aplazado; pero en cambio, surgió, por decisión de Argel, la amenaza contra Canarias, mediante el contorsionado procedimiento de transformar el invento del señor Cubillo del independentismo guanche en un litigio internacional sobre la presunta «africanidad» del archipiélago. La simplista idea de que el deber de la oposición es adoptar siempre actitudes simétricamente inversas a las del Gobierno llevó, entre tanto, al PSOE a asumir posiciones fervorosamente pro argelinas.
Es una buena señal de maduración de unos y de otros que tanto el Gobierno como los socialistas comienzan a abandonar esas concepciones ingenuas y rígidamente unilaterales en su acción exterior. No se puede escribir recto en espacios curvos; y no cabe comportarse cándidamente, ni siquiera como espectador, en conflictos internacionales teóricamente movidos por principios, pero en la práctica guiados por intereses. Las señales de que las grandes fuerzas políticas españolas han comenzado a ponerse de acuerdo sobre la necesidad de sobrellevar
conjuntamente los problemas del norte de Africa y de no apostar partidariamente sobre ninguno de los bandos son ya lo suficientemente claras como para poder contemplar con menor pesimismo el futuro inmediato de nuestra política exterior en el Magreb. Las actitudes de apoyo incondicional a Marruecos o a Argelia serían el atajo más directo para vernos envueltos en conflictos cuyas repercusiones para las instituciones democráticas podrían ser catastróficas. El acuerdo de todos los partidos no basta, ciertamente, para hacer desaparecer la amenaza contra Ceuta y Melilla o la ofensiva contra las Canarias. Sin embargo, puede contribuir a debilitarlas y, sobre todo, a impedir que operen negativamente sobre nuestra política interior.
En esta tarea de rectificación de los simplismos e ingenuidades anteriores, el viaje del señor Suárez a Cuba ocupa un lugar importante. Todo hace suponer que el envío de una delegación de UCD al Congreso del Frente
Polisario se halla inscrito en una estrategia global, a la que también pertenece la probable gestión mediadora de Fidel Castro ante Argelia y Libia para suavizar los contenciosos con España y el anunciado viaje a Madrid de Gaafar Numeiri, presidente de Sudán y de la, OUA. El excesivo grado de compromiso con Marruecos en los años pasados confiere una cierta violencia a este viraje, absolutamente necesario, sin embargo, para restablecer el ,equilibrio de una posición hasta ahora claramente vencida hacia Rabat. Hasta ahora, la debilidad diplomática española y la imprecisión de sus objetivos nos había convertido en un fácil juguete de estrategias mucho mejor pensadas y más eficazmente ejecutadas. Nuestra única salida del embrollo es adoptar.una posición de equidistancia respecto a Marruecos y Argelia, cuyas rivalidades sobre el Sahara, y en pos de la hegemonía en el
Magreb, no deben solventarse mediante la instrumentalización de los intereses españoles. Frente a la arrogancia y a los chantajes de nuestros vecinos, que disfrazan muchas veces, tras altisonantes principios, puras conveniencias nacionales o gubernamentales, España no debe pro teger Ceuta y Melilla arriesgando la paz de Canarias, ni lograr la tranquilidad del archipiélago sacrificando las plazas de soberanía. Los objetivos de nuestra acción exterior deben consistir, precisamente, en salir de los cuernos de ese dilema.
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