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Tribuna
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El Papa y la mezquindad

La tentación de influir sobre el vuelo invisible del Espíritu Santo para que se incline en el inmediato cónclave por un nuevo Papa que favorezca sus intereses terrenales no puede estar ausente de las preocupaciones de las grandes potencias. Es una tentación que se ha presentado muchas veces en la historia. Las maneras y las fuerzas de hoy no permiten ya una acción como la del emperador alemán Enrique IV, que destituyó al papa Hildebrando -Gregorio VII- y le mandó al destierro; a cambio, ningún Papa pretende hoy utilizar el Dictatus Papae que les autoriza a deponer a los emperadores. Sin embargo, la Unión Soviética no olvidará nunca la importancia que tuvo en su desarrollo reciente un Papa como Juan XXIII: un Papa gordo, bonachón y aldeano, que coincidió con un secretario general del PCUS, como fue Kruschev, gordo, bonachón y aldeano, de forma que entre los dos pudieron sacar adelante la difícil cuestión de la coexistencia pacífica, en coincidencia con un presidente católico, idealista y trascendente en los Estados Unidos, como fue Kennedy. Será difícil para un providencialista no ver en esta conjunción la grandeza de Dios; y no adivinarla en el plumazo que suprimió casi simultáneamente -dentro de lo que es el tempo histórico- el poder de las tres figuras conciliantes por tan distintas vías como un asesinato, una muerte natural y una destitución.Aunque los persistentes en el escepticismo puedan creer que, por lo menos el asesinato y la destitución están muy relacionados con los elementos terrenales. En toda esta aproximación, Juan XXIII tuvo mucho que ver, y más aún que en sus encíclicas pacificadoras, con el ablandamiento de un gran contencioso internacional: la situación de los católicos y de la Iglesia en los países de comunismo triunfante. No deja de ser curioso el desplazamiento del tema de las víctimas de la «maldad intrínseca» del comunismo: si un tiempo se concentraba en los católicos, presididos por la figura espectacular del cardenal Mindszenty, después la sucesión en el martirio la tuvieron las minorías judías, y más tarde -ahora- son los propios ciudadanos soviéticos, preferentemente socialistas -como Sajarov-, en forma de disidentes, los que merecen la compasión del mundo.

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Una mayor complejidad

Si a los soviéticos les será difícil olvidar la colaboración de Juan XXIII en su gran campaña para entrar en sociedad por la vía de coexistencia, en Estados Unidos habrá siempre un puesto histórico para la figura de Pío XII, cuya erguida y mística silueta presidió toda la guerra fría, fue el gran luchador por la «Iglesia del silencio» y sufrió todos los ataques por lo que la izquierda consideró su lenidad en la condena del nazismo. Incluso cuando explícitamente condenó la bomba atómica, se le reprochó que no lo hubiera hecho hasta que la tuvieron los soviéticos, y se hubiese callado mientras era un monopolio de los Estados Unidos.

El mundo se ha hecho mucho más complejo que en estos grandes períodos. Eran etapas históricas de blanco-negro, de malos y buenos -según, naturalmente, la óptica que se adoptase-. Durante toda la guerra fría había que ser pro o antisoviético: cualquier inclinación hacia una objetividad o una neutralidad se consideraba en el mundo occidental como una tendencia al «filocomunismo» o una línea de «compañero de viaje»: en el Este no había posibilidades de expresarla. La coexistencia estalló después como una gran ilusión, una gran esperanza, y también tendía a borrar los matices. Un tiempo mucho más matizado vino después. No es de extrañar que Pablo VI se encontrase en él con la misma angustia que podría tener un camaleón sobre una tela escocesa, lo que más literiamente ha sido considerado como un sufrimiento hamletiano. (La repetición española es la de monseñor Tarancón.) La Iglesia fue claramente antiliberal en el siglo XIX, con pequeñas, aunque memorables, excepciones; fue anticomunista en el siglo XX. Pero ahora las opciones se multiplican.

Los grandes designios por los que se preocupaba el papado han ido descendiendo al papel de temas menores, que antes resolvían los sacerdotes de aldea. Albert Einstein decía que Dios puede ser sutil, pero nunca mezquino (Der Herr Gott ist raffiniert, aber boshaft ist Er nicht). Es cierto que un buen párroco era suficiente antes para luchar contra el «coitus interruptus» o las pequeñas maniobras nocturnales que apartaban a la pareja de su «fin sagrado»; o podía esgrimir suficientes argumentos de seminario en favor de la indisolubilidad de la pareja sacramentada, pero hoy el tema de los anticonceptivos y el divorcio se ha convertido en cuestiones de Estado que necesitan negociaciones importantes. La mezquindad -desde un punto de vista- sustituye a la grandeza. Cuestiones como esa ponen en peligro la estabilidad de la Democracia Cristiana en Italia, o sirven de ataque contra la Constitución en España, cuando el sacerdote de aldea se convierte en monseñor Guerra Campos. La Iglesia se ve mezclada en temas y problemas que ya no puede resolver por la vía de la condena o de la aprobación, aunque su incumbencia sea lejana. Aparece mezclada en una guerra civil como la del Ulster, donde se dirime un problema de clases sociales impermeabilizadas, pero con un revestimiento de cuestión religiosa: no puede aprobar el terrorismo y la violencia, pero no puede abandonar a los atólicos que, sin embargo, no le dan una fuerza de penetración real, ni una buena propaganda. Todo el inmenso territorio de misiones se le ha ido de las manos. Le es inútil negar que sus misioneros han servido, durante siglos, de instrumento de penetración y asentamiento de unas formas coloniales, cuando ahora sus misioneros -y las iglesias indígenas- se alzan frente a las nuevas formas de colonialismo y de opresión por intermediarios, se les encarcela o se les expulsa, sin haber conseguido arraigarse en el pueblo. Los cardenales negros que asisten al cónclave parecen más disfrazados, ornamentales o justificativos que reales príncipes de la Iglesia: y se sabe que no pueden ser elegidos, que el Espíritu Santo no llega a eso. No puede interrumpir los diálogos entre cristianos y marxistas, al mismo tiempo que les es difícil continuarlos contra la presión de la parte integrista y la desconfianza de los grandes poderes del mundo occidental. Tampoco le sirven de gran cosa. Incluso cuando consigue que algunos personajes realicen estentóreas conversiones o introducir la angustia en alguno de sus interlocutores bien insertos no sólo en la Ideología marxista, sino en la praxis comunista -caso Roger Garaudy-, lo paga con la acusación -y la realidad- de la permeabilización de sus teólogos y sus sacerdotes por las ideas marxistas, sin que, a fin de cuentas, los graves y perplejos dialogantes de los dos bandos importen a nadie, dentro de la gran escena de las realidades humanas.

De la grandeza a la caricatura

Nuestro tiempo tiene esta condición miserable: convierte en mezquindad, y en farsa, y hasta en caricatura, las repeticiones de hechos o acontecimientos que en el pasado tuvieron grandeza. Hasta los cismáticos, hasta las contrafiguras de la Iglesia de hoy sufren de esa contracción de sus rasgos. Se puede pensar en el papa Luna como en un personaje de una gran tragedia, pero sólo se puede pensar en el papa Clemente del Palmar de Troya como en algo ridículo. Es la distancia que separa a personajes como Savonarola y monseñor Lefèvbre, aunque en estos momentos Lefèvbre tenga una universidad y una representación muy reales: las de la Iglesia integrista, que se consideró destruida a partir de Juan XXIII, y no alentada por Pablo VI, después de los por lo menos dos siglos de dominio en lo secular, el siglo del antiliberalismo y el siglo del anticomunismo.

Los mismos partidos políticos emanados del Vaticano han perdido la entereza y el rigor que tuvieron en otros tiempos. El «Zentrum» fue una gran fuerza en la Europa franco-germánica, que podía barrer desdeñosamente a los católicos democráticos («Entre los treinta o cuarenta mil curas de aldea, hay algunos que están infectados por eso que se llama catolicismo democrático», decía Montalambert a la asamblea en 1850) y hoy el vaticanismo está reducido a las democracias cristianas, que en Italia producen una sensación de picaresca, de corrupción, de cangrejos aferrados a la carne del poder: en Francia dieron personajes de sedición cuasifascista, como Bidault, en Alemania Federal un conservadurismo fuera de toda realidad, en Chile una imagen de traición inútil o de kerenskismo a la inversa. Y en España unos políticos marginados, gruñones, postjubilados y sin votos. Dentro de este espectro de la mezquindad hay ya una bipolarización de izquierdas y derechas entre los servidores de la Iglesia, que abrazan causas temporales, o se dejan abrazar por ellas, pasando por encima de todas las contradicciones y creándolas ellos mismos.

Nadie puede ignorar hoy que unos Estados como la Unión Soviética y Estados Unidos, que mueven inmensos tinglados, truculentas acciones y capitales impresionantes para descolgar o colocar un tiranuelo en un país de décimo orden, tienen que estar empleando toda clase de recursos para inclinar, como decía al principio, el vuelo de la paloma del Espíritu Santo hacia la cabeza cardenalicia que mejor designen sus ordenadores para el tiempo por venir. La realidad es que sólo los procedimientos han podido variar desde los tiempos en que hacían sus manipulaciones temporales las grandes familias del renacimiento italiano, y los reyes y los emperadores. Podría suceder, sin embargo, que por encima de aquellas manipulaciones mezquinas pudieran surgir grandes papas absorbidos por cuestiones eternas. Será difícil, ahora, que la mezquindad pueda producir otra cosa que no sea la mezquindad. Por eso es perfectamente comprensible el clamor de los católicos que piden, sobre todo, que el nuevo Papa se preocupe de los asuntos espirituales. «Queremos un Papa católico». ha escrito alguien, y ha dicho algo más que una gracia o una ingeniosidad. Sobre todo, ha escrito una utopía.

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