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México, España y Valle-Inclán

La IV Sesión Mundial del Teatro de las Naciones se abrió con Luces de bohemia, presentada por la Compañía Nacional Mexicana, y se cerró con Las galas del difunto y La hija del capitán, en la versión de la compañía española de María José Goyanes. Una exposición sobre Valle-Inclán y su tiempo y un acto de homenaje en la Casa de Bello mantuvieron vivo el fuego de la enorme y aún creciente presencia de esa agigantada sombra de don Ramón que, después de muerto, no es que ande ganando batallas; es que va a ganar, que ya ha ganado su guerra.La Compañía Nacional de Teatro de México presentó en Caracas el conocido montaje de Tamayo con un punto de lentitud sobre el ritmo de Madrid, pero con un escrupulosísimo respeto a las eses y las zetas en ejemplar alarde de dignidad y respeto que dejó pasmado al festival. Carlos Ancira, en Max Estrella, y Germán Robles, en Don Latino de Hispalis, cumplieron uno de esos profundos trabajos de composición que sólo pueden sustentarse sobre una formidable base técnica. Los telones de Burgos y la organización de elementos escenográficos, según el esquema de Tamayo, dejaron al magnífico texto una gran facilidad para comunicar íntegramente sus ideas, sus estructuras y sus signos más vivos y profundos. México considera a Valle-Inclán, que allí vivió, como algo muy suyo. (Tan entrañable actitud libera a la compañía de cualquier tentación localista. El segundo espectáculo del grupo fue un delicioso montaje de La verdad sospechosa, de alguien que es, igualmente, tan nuestro como de ellos: Juan Ruiz de Alarcón.)

Para la clausura llevó Manuel Collado sus versiones de Las galas del difunto y La hija del capitán. Lamento decir que la representación fue muy mediocre. El excelente espectáculo de Collado perdió todo su ritmo, empañó su claridad, y los aterrados actores navegaron por zonas indecisas que se tornaron ininteligibles. Es triste tener que decir, una vez más, que no se puede improvisar: las sustituciones, el retraso en la llegada, los nervios generales y los problemas mecánicos de un espectáculo ambicioso que ha de montarse ajetreadamente no son buenos telares para estas aventuras. Una hora y cuarto de retraso, con el presidente de la República esperando en su palco, disculpas públicas y aun el pequeño milagro de una tramoya que acabó funcionando son cosas que deben y pueden evitarse. Con todo, Valle clausuró el festival, y allí queda, además, en el Municipal de Caracas, prolongando su vida más allá de la coyuntura del festival internacional.

No es esto grave más que para los nervios de Manuel Collado. Ya saldrá bien, supongo, el espectáculo. Y ahora el nombre de don Ramón andará repitiéndose y repitiéndose en foros, reuniones y coloquios. El primero, templadamente ligado al tema de la democracia y el teatro en la España actual, se celebró en los delicados salones de la encantadora Casa de Bello. Ricardo Salvat, el colombiano Carlos José Reyes y la venezolana Helena Sassone, promovieron un análisis que remató la paladina confesión de Cabrujas: «Creo que es la máxima teatralidad que ha producido España en toda su historia.» Este reconocimiento, unánime en las gentes de teatro, literalmente fascinadas por la juventud del teatro de Valle, va a producir una gran onda de acercamiento a su obra. Las mesuradas y lúcidas palabras de Salvat no sólo aludían a la revitalización del realismo ibérico, sino a la modernidad del sistema narrativo y al sugerente reto que plantea el problema de las visualizaciones del esperpento. Lo de la Casa de Bello fue lo menos parecido a una sesión necrológica y lo más cercano que he visto a tina reunión de trabajo sobre tejidos; vivos y apasionantes.

El Ministerio de Cultura español apoyó estas representaciones y estos estudios con una exposición, muy ambiciosa sobre Valle-Inclán y su tiempo. Esta muestra, preparada por Juan Antonio Hormigón, es una síntesis del conjunto histórico y ambiental que rodeó a Valle. Para decirlo todo, la muestra, excelente en cuanto al complejo didáctico y magnífica en cuanto al pictórico, es pobre como referencia al historial escénico de las obras de don Ramón. Parece más difícil reunir valiosas obras de la estupenda pinacoteca que agrupar maquetas y fotografías teatrales. Y, sin embargo, hecho lo mayor y más difícil, falta lo que parece fácil y es vital. En compensación, un disco bien cuidado nos restituye, estremecedoramente, la voz de Valle-Inclán.

No me gustaría que este reparo a la exposición, aun siéndolo, se convirtiese en arma arrojadiza contra el empeño de Hormigón y el Ministerio. Antes al contrario. No andamos muy sobrados de memorias y respetos. No tenemos Museo del Teatro. No tenemos un centro donde estudiar a nuestros clásicos. No guardamos nada de nada. (¿Debo contar aquí el horror y la sorpresa que me produjo, hace días, saber que un ilustre investigador literario alemán se fue de Barajas al teatro Calderón pensando que era el teatro dedicado a don Pedro Calderón de la Barca?) Y aquí hay un respetuoso embrión del Valle-Inclán y su tiempo. Muy bien. ¿Por qué dejarlo pudrirse en algún perdido almacén de cachivaches viejos? Don Ramón vivió en Madrid, en la calle del General Oraa, 9. Esta casa es propiedad, en la actualidad, del Instituto Nacional de Industria. ¿No se podría habilitar una fórmula para instalar en ella un museo Valle-Inclán? Tengo la casi absoluta seguridad de que su hijo Carlos, fidelísimo salvador de documentos y recuerdos, contribuiría a completar cuanto pueda hacer falta para disponer de un lugar de estudio.

No cerraré estas notas sin una referencia final al rumor de que España organizaría, dentro de dos años, la nueva sesión del Festival Mundial de las Naciones. No es preciso hacerlo, ni muchísimo menos. Pero, si se hace, habría que hacerlo bien. Con la alegría, la competencia y la generosidad con que lo han hecho los venezolanos. ¿Podemos? Porque si no podemos lo mejor será dejarlo en otras manos. El festival es una seria muestra de la situación mundial de la expresión dramática contemporánea. Ello produce una gran concentración de gentes hipersensibles e hipercríticas que aman al teatro, con toda su dificultad y todo su rigor.

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