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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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El 18 de julio

A veces, la noticia no refleja la verdad. Tampoco se trata de que mienta, sino que da una imagen desfigurada de la realidad. Y en una sociedad como la nuestra, en pleno período de transformación, donde, como en un neurótico, cualquier mínimo factor puede desencadenar multitud de ecos, la equilatación y configuración de cada hecho es una de las primeras necesidades que tenemos.Tal ocurre con el 18 de julio. 0 con el «no 18 de julio». En la plaza de toros de Las Ventas reunió a unas 20.000 personas que jalearon el recuerdo de Franco, cantaron brazo en alto el Cara al sol, escucharon a Blas Piñar, Giorgio Almirante y Timer Vignancourt. Y en el mismo Madrid y en otros puntos del país, un puñado de falangistas de Fernández-Cuesta y nostálgicos y otro de la rememoración del belicismo franquista, lanzaron también sus «gritos de ritual» o se deleitaron psicológicamente.

El error comienza cuando, implícita o explícitamente, se valoran estos actos, llegándose a creer que cuanto significa o ha significado el 18 de julio queda reducido a dicha pintoresca y visible exaltación formal. Y esta apreciación es grave, entre otras razones porque el general Franco murió en cama, tras larga agonía, sin que nadie levantara un dedo para derrocarlo ni aun en sus últimos instantes. Quiero decir, lisa y llanamente, que los franquistas existentes en el país, los que sostuvieron el régimen o dejaron que se sostuviera, son muchos, son millones de personas.

Personas que están ahí, en sus casas y en sus ocupaciones, en sus cargos civiles oficiales, en las playas de vacaciones, ante las urnas cuando se convoca consulta electoral. Hay obreros, hay militares, hay empresarios, hay sacerdotes, hay bailarinas, hay madres de familia, hay asistentas sociales. Personas a las que disgusta Fuerza Nueva, que ignoran quién pueda ser Timer Vignancourt, que sin considerarse exactamente franquistas, piensan que la larga etapa del general Franco puso fin al «desenfreno republicano», «nos salvó de la guerra mundial», impuso «paz» en el país y, en sus postreros quince años, nos «trajo la prosperidad».

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No se trata, ahora, de entrar en la enconada negación de todo esto. Difícil resulta, a estas alturas, convencer de uno u otro modelo de sociedad a quien lo está del contrario. Además, en toda sociedad existen también esos pesos muertos, para los que la libertad nada significa si hay desórdenes callejeros y que confunden una crisis económica con la inmediatez de su propia situación financiera. Lo que debemos preguntarnos, a mi entender, es lo siguiente: en el caso de un peligro real de la democracia, de una alteración del proceso constitucional en curso, que llegara verdaderamente a ofrecer tina alternativa de tipo autoritario, ¿que harían estos millones de personas que jamás, en ningún momento, dijeron «no» al franquismo?

Temo que aceptarían el envite. Imaginar que en Chile todo el mundo añora a Allende, que en Argentina el régimen de Videla es acogido con repugnancia por la población es falso. De la misma manera que en la izquierda muchas personas de formación marxista se hallan mentalizadas para aceptar la «dictadura del proletariado», o al menos una mano dura «transitoria», así en la derecha y en el centro. Los Baader-Meinhof no pusieron en peligro la socialdemocracia alemana, ni las Brigadas Rojas son mínimamente capaces de dar al traste con el Estado italiano. Agitar los fantasmas del neonazismo y del neofascismo, bien está que lo hagan los crupúsculos extremistas del leninismo y la bomba. Son una forma de vida cavernícola, de exaltación ética, son lo que se quiera menos una fuerza, susceptible de transformar una sociedad en definitiva muy útil para la inmensa mayoría. O, al menos, más claramente útil que los proyectos radicales de cambio que se le ofrecen. Ni la extrema izquierda ni la ultraderecha pueden hacer mucho más que perturbar. Blas Piñar y la viuda de Franco en el valle de los Caídos son un anacronismo.

Pero las personas que siempre dijeron sí, las que hicieron posible la perduración casi in eternum del 18 de julio, éstas constituyen la masa quizá más amplia de la sociedad española. Hitler y Mussolini acabaron en la hecatombe. Sus nostálgicos, escasos, lo son por razones místicas, ya que Alemania e Italia han conocido, con la democracia, y durante años y años, tanto un bienestar material como un ejercicio de repudio del dictatorialismo. En España, para muchas mentalidades, el régimen trajo la paz, la prosperidad, la tranquilidad y a Franco nadie le molestó. Los mismos editoriales de periódicos que ahora le niegan, hace tres años le veneraban. «Por obligación», objetarán. De acuerdo. Pero no estamos juzgando sinceridades corales, sino grados de aceptación de aquello que se nos quiere imponer.

Incluso llegando a la conclusión de que el tremendo mito de si Franco ha palidecido hasta casi su evaporación, quedan en pie los presupuestos mentales, los hábitos de vida, subsiste en el país la imago mundi creada por el franquismo.

Soy el primero en creer que no pasará nada. Que no se producirá ninaún retroceso en la marcha abierta que llevamos, y que a medida que el Estado nuevo -lo de «nuevo Estado» tiene demasiadas concomitancias con el «nuevo orden»- se irá consolidando, se extenderá y cuajará una mentalidad democrática, de crecimiento con riesgos en lugar de estratificación.

Pero también soy el primero en pensar que, de venir un altibajo con intentos de reimplantación autoritaria, encontraría en el país un apoyo y una colaboración, por silencioso que fuera, muy superior a lo que, de puertas afuera, pueda parecer. El 18 de julio no es un anacronismo, pese a que lo sean sus celebrantes.

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