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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Hacia un imperialismo de rostro humano

El pasado día 21 de junio, el presidente Carter, en su discurso de apertura de la Asamblea General de la Organización de Estados Americanos, ha resucitado lo que fue leit motiv en los primeros meses de su magistratura: la defensa de los derechos humanos continuamente violados en América Latina. El tema es importante y tiene muchas facetas; máxime cuando las palabras de condena se pronuncian en el seno de la OEA que, hace ya años, fue calificada como Ministerio de Colonias estadounidense; aunque también es cierto que la dureza de la condena resultó atemperada por la vaguedad de las medidas previstas: luchar en defensa de los derechos humanos «por cualquier medio que podarnos».Es innegable que desde hace algún tiempo, el sueño de J. F. Kennedy como precursor de la llamada Era Carter, hay una añoranza norteamericana de los tiempos de Roosevelt; nostalgia acompañada por el diseño, hasta ahora, más, bien torpe, de una nueva política de «buena vecindad». Propósito reforzado, ahora, por el fracaso rotundo de las dictaduras latinoamericanas, impulsadas por Washington, y tan boyantes hace más de diez años. No sería impertinente recordar cómo a partir, muy especialmente, del Brasil de 1964, Estados Unidos auspició el auge de los fascismos para detener no sólo las tendencias castristas y abortar los focos guerrilleros, sino también para abortar todo conato de romper con la cada vez más agobiante dependencia (política, económica, ideológica, estratégica, cultural) del subcontinente con respecto al coloso del Norte. La gestión llegó incluso a la propuesta continental de un modelo bastardo de desarrollismo, el brasileño, que excusa de todo comentario. El resto del repertorio humanista del ¡mperialismo va desde la Guatemala de Arbenz hasta el Chile de Salvador Allende, pasando por Playa Girón.

El fascismo no es rentable

Sin embargo, la situación actual de países que podíamos decir se llamaban Uruguay, Paraguay, Chile, Argentina y un silencioso etcétera, viene a demostrar, una vez más, la inutilidad a largo plazo de las experiencias fascistas (aunque éstas duren cuarenta años). La economía del imperialismo no vive tan sólo de lealtad y fidelidad de sus rnastines ideológicos, sino que necesita economías rentables y estables, no de procesos linflacionistas imparables. Aparte de que, en el plano político, lasiuntas militares y demás dictaduras no sólo ahogan los impulsos revolucionarios, sino que también arrastran las experiencias democráticas burguesas y aniquilan los populismos nacionalistas tan arraigados en Latinoamérica. Si fuese posible, y no trágico, hablar de una caricatura del fascismo habría que ponerle la careta de un Videla o de un Pinochet cualquiera: no sólo la tortura, no sólo la desertización de los países, no sólo el hundimiento de la economía, no sólo la corrupción económica, no sólo la pérdida del sentimiento nacional ... ; lisa y llanamente, la aniquilación de los pueblos de América Latina.

En este contexto deben situarse las últimas palabras del presidente Carter, que emerge del sueño americano como un nuevo predicador viajero en cuyo mensaje resuenan los ecos, nunca apagados, del «Destino Manifiesto». Ahora bien, la situación de los pueblos latinoamericanos es tan trágica que cualquier ayuda para salir del infierno, aunque sea la del mismo demonio, debe ser bien venida. ¿Por cuánto tiempo los torturadores latinoamericanos pueden seguir humillando a sus pueblos? Este es el dilema con que hoy se enfrenta el Gobierno norteamericano. Las buenas palabras y las condenas verbales no son suficientes para hacer cambiar el modelo de comportamiento de un torturador, ética y políticamente, existe el deber de condenarlo; pero no se olvide que la tortura es la instancia última de legitimación de los videlas y pinochets de toda laya. El día en que el torturador abandone la tortura ese, mismo día perderá el poder y su legitimación.

El peligro de la revolución

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Hasta aquí, el mecanismo parece correcto. Cierto también que las dictaduras latinoamericanas durarán mientras sean mantenidas por Washington. El problema para Estados Unidos reside en que su campaña en defensa de los derechos humanos puede poner en marcha un proceso que posiblemente no se detenga en un democratacristiano chileno buen componedor o en un irritante pero servil peronista, por utilizar ejemplos inteligibles. Y que, por otra parte, para Estados Unidos cualquier acción que vaya en reivindicación del sentimiento nacional de Latinoamérica se llama revolución.

Estos son los términos del dilema: los fascismos latinoamericanos ya no sirven a los intereses de Washington, que, al mismo tiempo, necesita en estos países una democracia controlada, en circuito cerrado y programada por el Departamento de Estado. Pero la restauración de la democracia no puede ser parcial ni tampoco pasar por farsas esperpénticas como la representada por el reciente tratado sobre el canal de Panamá. Derecho fundamental del hombre es indudablemente el respeto a su integridad física y psíquica (Amnistía Internacional recordaba no hace mucho el uso por la policía torturadora uruguaya del curare, el taquflaxil, el pentotal, el LSD, etcétera, en los interrogatorios de los presos políticos); pero también es un derecho fundamental no sólo del individuo, sino de todos los pueblos, la nacionalización de las empresas extranjeras, la recuperación de los propios recursos enajenados, la eliminación de bases militares foráneas, el desarrollo de las peculiaridades nacionales en la búsqueda de su propia identidad, así como la libre elección de su propia forma de Gobierno y su opción, igualmente libre, por un modelo de desarrollo determinado.

¿Serán todos éstos los derechos humanos cuya defensa asume el presidente Carter.? Por ahora, insisto, bastante sería con que Washington retirase su apoyo económico, militar y político a las dictaduras del cono Sur. Mucho sería ya pedir que auspiciase procesos realmente democráticos, transformadores en profundidad de las estructuras latinoamericanas. Y demasiado, pero no hay que callarlo por impotencia, recordar que la defensa de los derechos del ridividuo llega allí hasta donde un hombre, sea cual sea su ideología, su condición o su color, es humillado y ofendido. Afortunadamente, ya no es tiempo de cruzados. Bastaría con que los pueblos y los hombres pudiesen determinar libremente sus destinos, sin necesidad de inventarnos un imperialismo de rostro humano.

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