Valentino, según Russell
A Ken Russell, como a Fellini, le importa más lo verosímil que la verdad. Bien o mal, nunca defrauda a sus seguidores. Incluso sus errores son de primera clase dentro del cine actual, chato, vacío y monocorde.De Valentino se sabe poco en realidad o quizá demasiado si se tiene en cuenta que sobre su memoria cayó un día la fiebre de la prensa y las biografías, convirtiéndole unas veces en víctima, otras en personaje solitario y, por supuesto, intentando revelar siempre sus frustraciones de amante universal e impotente. De un modo u otro, este Rodolfo Guillermo Valentino nacido en Castellanata, jardinero, bailarín trashumante, que desde modestos papeles en el cine alcanzó el estrellato mundial con la versión filmada de Los cuatro jinetes del Apocalipsis, vino a llenar, allá por los años veinte, felices para algunos, esa periódica debilidad del cine americano por los rostros y figuras exóticas. Lo que sus productores no adivinaron fue qué especie de huracán iba a ser capaz de desatar aquel actor mediocre con aspecto de gigoló mimado, tan diferente de los galanes habituales y pieza clave en la batalla diaria de los sexos.
Valentino
Dirección: Ken Russell Guión: Ken Russelly Mardik Martin. Fotografía: Peter Suschitsky. Coreógrafo: Gillian Gregory. Intérpretes: Rudolph Nureyev, Leslie Caron, Michelle Phillips, Carol Cane. Estados Unidos. Dramático. 1977. Local de estreno: Pompeya y Bahía.
Pues si las mujeres le amaron como a Liszt o Casanova, los hombres le odiaron en igual medida. Tal fue su suerte y su desgracia, y así nos lo cuenta Russell muy certeramente, añadiendo un verdugo tercero y principal: los productores con los que el filme se inicia el día en que ante su cadáver se reparten sus despojos, es decir, la explotación de sus películas mejores.
A partir de una serie de momentos, personajes y ambientes, unas veces reales e imaginados otras, Russell ha ideado una biografía fragmentada que quizá se parezca tan vagamente a la del Valentino real como sus facciones italianas a las de este Nureyev eslavo y musculado. No ha intentado analizar el personaje, sino, cargando la mano en lo espectacular, ofrecernos su versión particular de una personalidad cuyos rasgos no sabe o quiere definir claramente.
Siempre en deuda con su virilidad, diversos episodios van marcando la, ascensión irresistible del protagonista desde su sueño americano de naranjos y paz, al desafío del gordo y perverso Fatty. Finalmente, Hollywood, de la mano de June Mathis y más tarde de Natacha Rambova, acabará por dar forma al mito que a la muerte acabará en apoteosis.
Amado por las mujeres hasta lo inverosímil, acosado más allá de sus fuerzas por su esposa, desafiado, humillado por los hombres, esclavo de sí mismo como de sus implacables creadores, Valentino, cuyo sino fue no ser nunca tomado por lo que él quiso ser, acabará luchando por no aparecer tal como los demás lo deseaban. Su carácter ambiguo, su amor no definido aparecen como pretexto aquí, al igual que en el Casanova de Fellini, como trama sobre la que Ken Russell teje sus efectos mejores, especialmente cuando se trata de escenas de masas. Es preciso recordar en tal sentido la secuencia final del desafío en el ring rodeado de parejas que bailan, de una multitud que aplaude y ríe a los compases estridentes de la orquesta. Sólo un gran fabulador es capaz de imaginar escenas como éstas o la de Valentino bailando con Nijinski.
Excelentes, como en él es habitual, música, ambientes y figurantes, cuenta Russell también en este caso con un Nureyev que, si no demasiado expresivo, supone, en cambio, cuando baila sobre todo, un acercamiento al Valentino auténtico no exento en ocasiones de verdadero patetismo. El humor y el amor hábilmente concertados vienen así a dar a los espectadores la versión de un hombre clave de una época. Hoy de él resta poco: un nombre, unos filmes que nos hacen sonreír y una fiesta en el pueblo donde nació y en la que otros jóvenes se disfrazan de su antecesor quizá con la ilusión de emigrar como él y triunfar a su vez en el cine de América.
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