Salamanca
Voy a Salamanca a ver a Gonzalo Torrente-Ballester. El tren se enhebra en una sucesión de torres de aldea, del alto al bajo románico. El taxista salmantino es maleducado y me deja donde quiere. Gonzalo está en una sala de su casa, muy en actitud de esperar, con la doble espera del que espera y del que está cojo, porque se cayó y ahora apoya en una muleta toda su sabiduría, su cultura, su ironía, su soledad, su compañía, su madurez y su memoria. Todo un poco escorado sobre la pierna derecha. Los hijos van entrando a ráfagas:-Dale un beso a Umbral. Dale la mano a Umbral.
Las gafas densas de siempre y esa curiosa coquetería de escritor, en el vestir, que siempre he observado en él, y que puede pasar inadvertida, de tan sutil. «Dentro de dos años me jubilo y me quedan veinte mil pesetas al mes.» La mujer va y viene. Gonzalo habla de Franco, de Suárez, de política, de literatura:
-Hay que ser del Ferrol, como yo, para entender un poco a Franco. El día de Viernes Santo veíamos a los almirantes de Marina, vestidos como del XVIII, visitando los monumentos. Franco hubiera querido ser eso.
Comienza a fluir un tiempo provinciano, casi azoriniano, que es el tiempo en que se fragua siempre este voluntario y grandísimo escritor de provincias. Vigo, Salamanca la Romana, la Ramallosa. Gonzalo, en Salamanca; Delibes en Valladolid. Los últimos testigos literarios de una España lenta y cantonal, los que se salvan en su obra bien hecha y su tiempo bien vivido aunque sea con veinte mil pesetas al mes. España nunca da más al escritor, querido Alfaro, tú que dices -y con qué amor- que a Cela o a mí nos ha dado tanto. Veinte mil pesetas de gloria, de fama, de éxito, de prestigio, de decoro. Veinte mil pesetas de mierda.
Salimos al mediodía salmantino, que siempre he visto como una apoteosis de tedio y plateresco Lentos grupos de sábado se llevan consigo su juventud, como un suéter al hombro, dejando en soledad las catedrales y las tabernas Caminamos por las calles de Salamanca, Gonzalo, la muleta y yo. A mucha luz los tres. A Gonzalo hay que darle y dejarle tiempo para que hable:
-De Juan Ramón me gusta más la prosa, porque está llena de mala leche. Mira, Umbral, aquí hay mucha gente que sabe de literatura pero poca gente que entienda de literatura.
Qué visita, qué peregrinación qué viaje al fondo de la España real, pasando un ajedrez románico de torres, para llegar al escritor esencial que está asistiendo al tiempo de una provincia, de un universo, levemente inclinado, grandemente miope, con muchas horas para leer y escribir, mientras los demás nos disputamos una croqueta en los cócteles de Madrid.
-Cuidado, no nos pase con Canarias lo que pasó con Cuba. Hay muchas similitudes.
Bebe vino clarete y toma postres capuchinos. Ha hecho la saga/fuga de España, de la España universal de provincias, en un libro con tanta fabulación como el Quijote, y ha enredado y desenredado como nadie la mitología local de un pueblo marinero, la riqueza mitológica y popular de todo un país que hoy no se atreve a decir su nombre -la necia política- y que habremos de llamar Castroforte de Baralla. Y a un hombre así, a un entendedor así de las cosas y los hombres de su raza, se le jubila con veinte mil pesetas de gloria, que al cambio de la posteridad no son nada.
-Todo lo que tienda a descentralizar España es bueno. Todo lo que tienda a dejar las provincias en poder de ucedé, es malo.
En cada vieja ciudad gótica o plateresca, un español universal, un único y lúcido injusto -antes lo fue Unamuno, aquí en Salamanca-, como conciencia ética y estética de los conciudadanos. La mañana esparcía el oro salmantino y la tarde lo recolecta, lo atesora. El escritor camina despacio, apoyando en una muleta tanta riqueza de vida, de palabra, de obra. El escritor se queda en su habitación de esperar, con pocos muebles y mucho silencio. Cuando tanto nos cuesta cualquier director general, el escritor, el gran escritor, sólo le cuesta a España veinte mil pesetas.
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