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Diego Puerta hizo el toreo bueno en su reaparición en Sevilla

Diego Puerta hizo el toreo en su reaparición, el sábado último, en la Maestranza. No sería justo silenciarlo, como tampoco es justo que no dejemos constancia del cariño con que le acogió el pueblo de Sevilla, de las muestras de simpatía que recibió a lo largo de todo el festival, de las ovaciones con que se rubricó su toreo bullidor y alegre.

Pero, además, Puerta cuajó dos de los momentos cumbres de la tarde, que levantaron al público de sus asientos. Fue en la ligada faena -sobre todo ligada, es importante señalarlo- que le hizo al quinto toro, cuando engarzó, una vez, y otra, el natural largo y templado con el de pecho echándose todo el toro por delante mientras le marcaba el viaje al hombro contrario.Lo más técnico, lo más bello -lo más meritorio, por tanto- de este sonado festival lo hizo Puerta, e incluimos la habilidad con que domeñó la corta y peligrosa embestida de la única res dificil que hubo ese día en el ruedo -la lidiada en tercer lugar-. Y si su triunfo, verdadero y genuino, no alcanzó caracteres de apoteosis, fue porque no supo o acaso ni intentó siquiera suprimir los latiguillos que ya tenía cuando estaba en activo, como son meter la tripita, utilizar innecesariamente el pico, distanciar en exceso los remates de los pases.

Con el capote estuvo sobrado de mando y con las calidades precisas para que la verónica y la chicuelina fueran arte, y además bregó con facilidad y sabor campero, todo lo cual el entendido público sevillano entendió muy bien y premió con largueza. Esta fue, o así la vimos, la reaparición de Diego Puerta, y de tal forma la contamos en su momento, con la pena de que, a la postre, razones de espacio impidieron que se publicara.

O quizá era razonable que así ocurriera, pues la noticia estuvo en El Cordobés, que ese sí alcanzó las cimas de la apoteosis, aunque por vehículos bien distintos -hasta opuestos- si bien cuadran perfectamente con su personalidad. La personalidad de El Cordobés no es ni puede ser torera. Después de años y años en la profesión y de un retiro -en el que los diestros, si lo son auténticos, maduran sus experiencias de manera que, cuando vuelven, hacen un toreo quizá no tan rutilante, pero sí más asolerado que cuando se marcharon-, ni siquiera ha aprendido a torear. «¿Y para qué? -dirá él-. Las verónica s o lo que aquello sea que administra en frenéticos torniquetes, las daba el sábado al estilo zulú. La muleta, en sus manos, era trapo escarlata, quizá escarlata trapo de fregar, que se hacía un rebuño entre los pitones o rebotaba por los aires, a veces hasta quedarle de manteo. Ante estas suertes de la zafiedad el público no aplaudía, ni pitaba, ni crujía en olés, ni nada, y pienso que a todos nos entraban soponcios de aburrimiento.

Pero, cubierta la dosis de toreo, para cumplir, que creía oprtuna, venían las sonrisas, que se celebraban mejor que los más quintaesenciados naturales; las advertencias a las cuadrillas, con aire de soflama; los descoyuntamientos; el boxeo, ante la fatigada fiera; los saltos de la rana; el puntapié al hocico, y hasta una plancha, sobre el último toro, cuando éste rodó muerto, a cuyo cadáver se abrazó, y lo besó, con lo cual la llama del entusiasmo, que ya había prendido en el tendido, se hacía hoguera y la multitud traspasaba los límites del delirio.

Aquella noche dijeron por Sevilla que ambos toreros reaparecían, definitivamente. Un despacho de Efe lo desmiente ahora. Bueno, al menos por un día hemos vivido una fiesta insólita, que hizo retoñar muchos recuerdos. No todos buenos, claro.

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