La vida se repite
La vida se repite, al menos en algún filme como éste, realizado a partir de un somero guión, reducido en su totalidad a unos cuantos diálogos que los cuatro protagonistas van por turno riguroso recitando.Sin decorados ni ambientación, a base sobre todo de planos cortos, salvo alguno que otro indispensable de mayor formato, esta historia realizada en nueve días hace once años, con un presupuesto mínimo y en las pausas que dejaba libres otro trabajo de mayor empeño, viene a ser para su autor un juego referido sobre todo a la época en que fue director del teatro Dramático de Estocolmo. Es un juego en el que el arte de interpretar se enfrenta o relaciona con la muerte a través de tres actores acusados de atentar a las buenas costumbres.
El rito
Guión y dirección: Ingmar Bergman.Intérpretes: Ingrid Thulin, Anders Ek, Gunnar Bjornstrand, Erik Hell. Suecia, dramático. Blancoy negro. 1968 Local de estreno: California.
Dos hombres y mujer, triángulo artístico y a la vez amoroso en los que la mujer -Ingrid Thulin- sirve a la vez de puente y razón de enfrentamiento entre sus compañeros, el uno clave del trío en su sentido creador, el otro base fundamental de su organización y sus finanzas.
Las relaciones entre los actores y el juez no se nos dan por caminos tradicionales. No hay aquí un sentimiento de culpa concreto y definido en los acusados, sino en el que ha de juzgarlos quien a la postre resultará sacrificado.
Bergman, a través de largos planos en los que se sirve únicamente del rostro de los actores, va adentrándose en su víctima, sacándolo a la luz desde su soledad y sus pasiones. Sus relaciones con el trío, más allá de su propia moral, concluyen cuando aquellos deciden representar para él, en su mismo despacho, su rito teatral que acabará, precisamente, con su muerte.
Así, la purificación través de la religión o el arte se evidencia más rica y eficaz que la de la justicia de los hombres. Enfrentando lo ético a lo mágico, el autor nos ofrece algo de su propia biografía y de su propia actitud ante viejos problemas, ya conocida en obras anteriores.
Si El rito como tal, aparece interpretado por actores como tal rito y representación, ésta, realizada para la pequeña pantalla, puede valer, cumplir su cometido; pero si Bergman ha pretendido presentarnos el caso múltiple o individual de cuatro personas reales, con sus propias ideas y sus propios caracteres, es preciso reconocer que su historia no va más allá del puro intento, de un juego no demasiado afortunado. Los cuatro personajes, puros esquemas de sí mismo, apenas se tienen en pie, los cuatro son Bergman, hablan por su boca, se confunden cuando aman, callan o dialogan. De ahí esa sensación de pequeño guiñol que asalta al espectador viéndoles agitarse pendientes de sus hilos y de sus muecas magistrales. Los temas favoritos de Berginan se repiten, una vez más, como si aquí, como en todas las televisiones del mundo, a la hora de trabajar para ella se hubiera echado mano de los guiones olvidados en el desván de los filmes no concluidos.
Todo esto convierte a este pequeño ensayo bergmaniano en un alegato impersonal desde el punto de vista dramático, un recital cuya monotonía no sabemos si se debe al autor o a la total primacía del diálogo, que hace rozar a veces a los actores los límites del puro narcisismo.
Las referencias a sí mismo de Bergman se concretan en la imagen con su aparición breve en el papel de confesor. Es un juego dentro del juego o quizá una alusión explicita del autor escuchándose a si mismo, algo ya habitual en el Bergman de los últimos tiempos, desde este Rito para la televisión hasta empeños mayores para sus espectadores tradicionales.
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