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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

"Chile en el corazón"

NADA HAY MÁS parecido que una dictadura a otra. Pero el Chile de Pinochet une a las semejanzas estructurales la voluntad expresa de imitar la doctrina, las consignas, el estilo y los métodos de la España de Franco. En este renglón de la simulación importada entra la burda farsa llevada a cabo el pasado día 4 en el país andino, que hasta el golpe que derribó al presidente constitucional Salvador Allende era un modelo de conviviencia democrática para las naciones de América Latina y una de las comunidades de habla española de más elevado nivel cultural. La fraudulenta explotación de nobles sentimientos patrióticos en beneficio exclusivo del dictador y la celebración de un referéndum sin garantías de control y sin libertad de expresión para responder a un dilema falsamente planteado constituyen, desgraciadamente, parte de nuestro inmediato pasado.Al igual que sucedió en nuestro caso después de la derrota del Eje en la segunda guerra mundial, la solidaridad internacional con las víctimas de la dictadura chilena y la condena de los métodos represivos de Pinochet (que ha innovado las técnicas de violación de los derechos humanos con formas originales de tortura y ha disfrazado los asesinatos convirtiendo los cadáveres en «desaparecidos») ha sido transmutada, por los servicios de propaganda del régimen, en una ofensa dirigida al pueblo de Chile, a su historia y a su existencia como nación. Seguramente el recuerdo de la gigantesca manifestación de adhesión a Franco en la plaza de Oriente, en diciembre de 1946, y el referéndum de julio de 1947 han empujado a Pinochet a realizar la misma manipulación, basada en la falacia de confundir la parte (su persona y su régimen) con el todo (el pueblo y el país sometidos a su dominio).

Y había razones para hacerlo, porque, en el caso español, la condena de las Naciones Unidas fue utilizada provechosamente por el dictador para consolidar su posición y lograr la adhesión de sectores de la población que cayeron en el engaño. La operación fue, sin duda, beneficiosa. Sobre todo cuando los avatares de la, política internacional y el comienzo de la guerra fría modificaron la actitud de Estados Unidos y las democracias europeas, forzándoles a apoyar, de manera más o menos vergonzante, al antiguo aliado de Hitler y Mussolini.

Aquí es donde pueden comenzar las diferencias entre la experiencia española y la situación chilena. Las declaraciones del presidente Carter como abanderado de los derechos humanos hacen concebir fundadas esperanzas de que la estrategia de Estados Unidos en América Latina no regresará a la etapa de incondicional apoyo a los dictadores. Por lo demás, se diría que el ritmo de evolución de los acontecimientos políticos en Chile es más rápido de lo previsto y que las posibilidades de consolidación de la dictadura, a cambio de sacrificar sus rasgos más inhumanos, son débiles.

Los éxitos relativos de la política económica chilena a la hora de frenar la inflación, contener la devaluación del escudo y mejorar la balanza exterior se han logrado con un enorme costo social y han dejado sin resolver el problema del paro. Los miles y miles de exiliados, los miles de detenidos que esperan infructuosamente juicio, los «desaparecidos» (alrededor de 2.500, según la prudente Amnesty International, premio Nobel de la Paz en 1977), la cifra indeterminada de ejecutados desde septiembre de 1973 bastarían para justificar la condena de las Naciones Unidas y para ensuciar de sangre, de lágrimas y de abyección ese minimilagro económico. La disolución de los partidos políticos y de las centrales sindicales, el amordazamiento de la prensa, la transformación del toque de queda en una costumbre ciudadana, la inseguridad jurídica y el arbitrio gubernamental son un precio demasiado elevado para salir de una crisis económica, sobre todo cuando hay procedimientos alternativos más eficaces y que respetan los valores y las prácticas de la democracia.

Los propios resultados del referéndum, celebrados con las mismas garantías que hubieran puesto en práctica los dictadores de las novelas de García Márquez y Carpentier, confirman la impresión de que Chile podrá recuperar más velozmente que España la dignidad nacional y las instituciones democráticas. Un 20 % de votos negativos es un porcentaje sorprendente mente elevado para las condiciones en que se realizó la consulta. La explicación más plausible es que la resistencia democrática chilena no ha sido tan duramente aplastada como lo fue la española, tal vez porque el fulminante éxito del golpe de Estado no se prolongó en una cruenta guerra de tres años, porque la Iglesia católica ha asumido más tempranamente parte de sus responsabilidades, y porque la opinión pública internacional, inexistente en la posguerra española como consecuencia de la contienda bélica mundial, nunca ha perdido de vista los atentados contra los derechos humanos en Chile.

Resulta, en cambio, difícil de prever las formas concretas en que la dictadura de Pinochet desaparecerá de la tierra de Chile, aunque no del recuerdo de sus víctimas. El sentido de las disensiones dentro de la Junta no resulta fácil de interpretar; el lenguaje de Leigh es el de un. ultrafascista, pero su desacuerdo práctico con Pinochet difícilmente puede situarle a su derecha. Porque el último discurso del dictador chileno el día mismo de su funambulesco triunfo es para los españoles como una sesión de espiritismo: la propuesta de creación de un «Movimiento Cívico» (¿o Nacional?), el aplazamiento de cualquier medida democratizadora («no hay más elecciones, ni votaciones, ni consultas hasta diez años más»), la charanga patriotera y chovinista (al dar con la puertas en las narices a las Naciones Unidas), la engañosa sustitución de todo un país por su persona («hemos dado un sí a Chile») y el odio a los representantes de la. voluntad popular («Señores políticos, esto se les acabó a ustedes») nos trasladan, fantasmagóricamente, del edificio Diego Portales a la plaza de Oriente.

Si Neruda, en su tiempo, cantó a «España en el corazón», hoy es Chile quien ocupa este lugar.

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