El poder normativo del Gobierno en el borrador constitucional
Profesor adjunto de la facultad de Derecho. Universidad Complutense
La publicación del texto íntegro del borrador constitucional ha empezado ya -como no era menos de esperar- a desencadenar un torrente de críticas en cuanto a su calidad y precisión técnicas. Ello es, sin duda alguna, importante y necesario, pues debe contribuir al perfeccionamiento del borrador en sucesivas lecturas. Sin embargo, lo que sobre todo ha permitido su publicación ha sido conocer el modelo constitucional que pretende llevar a cabo la ponencia parlamentaria y empezar a percibir las líneas maestras sobre las que parece ha habido general consenso. Y en el estadio actual de la elaboración del texto sí que es el momento de decir algo sobre las mismas, con independencia de las muchas y fundadas críticas que se le puedan hacer al articulado y sistemática del borrador.
Pues bien, una de las características esenciales que informan el texto del borrador es la consagración en el mismo de la llamada reserva reglamentaria (artículo 79-4), esto es, la garantía constitucional de un ámbito normativo exclusivo en favor del Ejecutivo en todas aquellas materias no atribuidas expresa y tasadamente a la ley (artículo 73). Se pretende con ello importar a nuestro país la solución de la Constitución francesa de 1958, reservando al reglamento -norma administrativa, no legitimada democráticamente- un campo propio de actuación en el que la ley no podría entrar. La consecuencia de todo ello sería una equiparación de rango (o mejor de fuerza legal) entre la ley y el reglamento en aquellas materias no expresamente reservadas por la norma constitucional a la primera. Precisamente una disposición transitoria extrañamente colocada detrás del artículo 80 prevé la derogación o modificación de leyes por parte del Gobierno si su contenido fuese materia reservada al reglamento.
Sin poder analizar ahora la causa estrictamente local que provocó la consagración de la reserva reglamentaria en la Constitución gaullista del 58, creo que no existe ningún motivo para tratar ahora de introducirla en nuestro país, construyendo un Ejecutivo con poderes normativos independientes, no sometidos a la ley, en una serie de materias. De lo que se trata es de construir un Estado democrático de Derecho, cuyos postulados exigen, por una parte, que toda intervención en la esfera de derechos de los ciudadanos haya de verse legitimada por la ley (principio del Estado de Derecho) y, por otra -y es ésta la que atañe más directamente a nuestro tema-, que la ley constituya la norma principal y soberana, capaz de atraer para sí cualquier materia, de todo el sistema de fuentes (principio democrático). La primacia de la ley, la ausencia de limitaciones a su campo de actuación si no son las constituidas por el contenido mínimo de los derechos fundamentales, es una exigencia ineludible de una mayor democraticidad del sistema. Hace ya muchos años que desapareció la concepción del Parlamento como «elemento limitador» del poder (o principio) monárquico asumiendo hoy en día, en los modernos sistemas de democracia parlamentaria, una función de dirección de la colectividad.
Y no se me diga que la reserva reglamentaria viene exigida por la necesidad de dotar de mayor flexibilidad a la actuación del Ejecutivo, pues para ello están las técnicas de delegación y para situaciones urgentes- la figura del decreto-ley (sobre cuyo valor legal habría que decir, por lo demás, muchas cosas). En países como Alemania, Austria o Italia, en los que no existe tal reserva constitucional en favor del reglamento, sino en los que, por el contrario, se afirma la primacía absoluta de la ley, no se ha hecho sentir en modo alguno su necesidad con vistas a flexibilizar la actuación del Ejecutivo. En cambio, es bien sabido -y ello ha sido subrayado por los mismos autores franceses- que la introducción de la llamada reserva reglamentaría en la Constitución gaullista ha provocado una complicación innecesaria: problemas de determinación de materias pertenecientes a uno u otro campo, problemas de determinación de la expresión «principios generales» o «normas básicas», como dice el borrador, etcétera. Y todo ello sin contar con la posibilidad de que en nuestro país estos reglamentos directamente incardinados a la Constitución queden exentos de control jurisdiccional, al no ser «disposiciones de categoría inferior a la ley». Lo que felizmente no ha sucedido en Francia, en donde el Consejo de Estado controla normalmente la adecuación de este tipo de reglamentos, ya que no a la ley, sí a los principios generales del Derecho.
En todo caso, los redactores del borrador -o, por lo menos, alguno de ellos- han sido conscientes de estas dificultades y han introducido un apartado n) al artículo 73, que faculta al Legislativo a regular cualquier materia siempre que ello fuese acordado por la mayoría absoluta del Congreso. Con lo cual no se ve muy bien qué sentido puede tener el insistir en el tema de la reserva reglamentaria si no es introducir complicaciones totalmente innecesarias en el sistema normativo. La Constitución francesa del 58 permite, sí, que una ley precise y complete las materias del dominio de la ley, pero téngase en cuenta -y ello es doctrina unánime- que dicha ley no puede sino aportar meros retoques -a la definición material del campo de la ley; lo que no deja de ser algo perfectamente consecuente con el punto de partida adoptado. Lo que parece claro es que la redacción del apartado n) de nuestro borrador no admite una interpretación restrictiva al modo francés y que, de alguna forma, ha querido salvarse la primacía de la ley. ¿No sería, pues, más práctico -yo diría más exquisitamente democrático por consagrar en toda su plenitud el principio de legalidad- hacer del apartado n) -con una redacción más técnica, por supuesto- el contenido único del artículo 73 del borrador?
La técnica de la reserva reglamentaria tampoco se adecúa muy bien a un Estado que se pretende sea de estructura regional o federalizante; quizá por ello no constituya tanta casualidad que -como ya se ha dicho- no haya sido acogida ni en Alemania Federal, ni en Austria (Estados federales) ni en Italia (Estado regional) y sí en Francia (Estado centralizado y sistema presidencialista). Y es que si así fuese, habría también que prever la posibilidad, de una reserva reglamentaria consagrada en los respectivos estatutos en favor de los Gobiernos de las distintas regiones o nacionalidades. La competencia legislativa de los diferentes territorios habría de delimitarse así no sólo respecto de la legislación estatal (reserva reglamentaría incluida), sino también de la propia reserva reglamentaría estatutaria y ésta, a su vez, de la estatal. Las ventajas que se podrían obtener de esta situación son más que dudosas; sus inconvenientes, sin embargo, están a la vista.
Por todos estos motivos es necesario anclar en nuestra futura Constitución la primacía de la ley y dar así al principio democrático toda la fuerza posible. La ley debe ser totalmente soberana en la elección de las materias a regular, alguna de las cuales (las referentes a los derechos y libertades de los ciudadanos) han de ser necesariamente de su patrimonio exclusivo (éste es precisamente el significado propio de la reserva de ley). Al reglamento -como norma secundaria producto de una voluntad burocrática- ha de corresponderle lo que es en esencia su labor específica: el desarrollo de las leyes y la regulación de la organización y servicios de la Administración. En este sentido, los artículos 20-3.º y 80-1.º de la ley Fundamental de Bonn, o el artículo 18- 1.º de la Constitución austríaca pueden constituir un buen ejemplo y contrarrestar en nuestro caso la demasiado evidente e inadaptable influencia de la Constitución gaullista en un borrador constitucional que pretende plasmar una estructura estatal extraña a la contenida en el texto constitucional del país vecino.
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