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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Los sucesos de Málaga

LA MUERTE de José Manuel García, como consecuencia de los altercados del orden público a que dio lugar el pasado domingo en Málaga la torpe obstinación del presidente de la Diputación, obcecado en emplear todo el peso de su transitoria y prestada autoridad para que no fuera enarbolada la bandera verdiblanca en el ¡palacio provincial, ha sido el fulminante del un pavoroso deterioro de la paz ciudadana y enfrentamientos entre las fuerzas de la Policía Armada y huelguistas y manifestantes. El pasado fin de semana Pamplona fue también el confuso escenario de choques e incidentes, que sólo por azar no desembocaron en una carnicería semejante a la de Montejurra en mayo de 1976.Parecería como si el túnel del tiempo nos retrotajera a los largos meses de pesadilla durante los que la incompetencia, arrogancia y ceguera del primer Gobierno de la Monarquía estuvieran a punto de hacer naufragar el proyecto de democratización de las instituciones propugnado por la Corona. Durante aquel período -jalonado por los muertos de Vitoria, Montejurra, Basauri, Elda o Tarragona- fue la Administración central la responsable de un inútil sacrificio de vidas humanas. Ahora los presidentes de las diputaciones y los alcaldes de determinadas provincias y ciudades, con el pasivo o negligente apoyo de sus gobernadores civiles, son los que navegando a contracorriente de la historia y de una voluntad popular libremente expresada en las urnas el pasado 15 de junio, amenazan la estabilidad del país y la consolidación de la democracia, aprovechando los últimos momentos de disfrute de un mandato carente de legitimidad democrática y emanado de la voluntad arbitraria del antiguo Régimen.

Es absolutamente intolerable que las mismas diputaciones y ayuntamientos que, bajo el franquismo, acataban obsecuentemente las instrucciones que recibían del Ministerio de la Gobernación, pretendan ahora poner en práctica un cantonalismo de extrema derecha y acogerse a un extraño principio de extraterritorialidad respecto a la legalidad vigente en el resto de las instituciones estatales. Los viejos caciques del Régimen no se limitan a aferrarse a los bastones de mando y a los sueldos de diputaciones y ayuntamientos, en la sosegada espera de que las próximas elecciones municipales de la primavera les desalojen de los cargos para los que fueron nombrados a dedo. Desgraciadamente, todavía parecen resonar en sus oídos los himnos de guerra de la anterior etapa, a la que están decididos a hacer regresar al país entero a la primera oportunidad.

Es demasiado fácil inculpar a las fuerzas de orden público en ocasiones como éstas. Lo cierto es que, a lo largo de los últimos meses, los funcionarios de la seguridad del Estado han demostrado su capacidad para respetar y apoyar la legalidad democrática, siempre y cuando no reciban órdenes en sentido contrario o tengan que hacer frente a desbordamientos pasionales provocados desde arriba. Que los gobernadores civiles son los responsables en última instancia de la actuación de las fuerzas de orden público quedó demostrado no hace muchas semanas precisamente en la ciudad de Málaga, cuando un teniente coronel de la Guardia Civil que desobedeció las instrucciones del mando y se enfrentó con el gobernador civil fue trasladado de destino y expedientado. Y también es un hecho probado que los presidentes de diputaciones -como en Pamplona y Málaga- y los alcaldes pueden convertirse en los principales alborotadores de un orden público al que presuntamente apoyan.

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Tras un prolongado período de mutismo, ni siquiera roto de manera convincente por la Oposición, el Gobierno anunció, el pasado viernes, su propósito de presentar ante las Cortes el proyecto de ley para la convocatoria de las elecciones municipales. La única forma de aminorar los perjuicios que para la consolidación de la democracia española ha supuesto la injustificada demora de la renovación democrática de los ayuntamientos y diputaciones, es acelerar al máximo la celebración de los comicios. Los sucesos de Pamplona y Málaga enseñan bien a las claras que estamos jugando con fuego. Los reductos franquistas en la Administración local son lo suficientemente poderosos y lo bastante belicosos como para convertir la periferia del sistema político en un arsenal de dinamita. Es urgente que la libre voluntad de los ciudadanos desaloje de esos bastiones a quienes se consideran con derecho a imponer autoritariamente su capricho al resto de sus convecinos.

Pero son también necesarias medidas que no conviertan en una farsa ridícula a los estatutos de preautonomía, que paradójicamente pueden fortalecer todavía más las posiciones de los autoritarios atrincherados en la Administración local. Tanto o más justificada que esas situaciones transitorias de autonomía lo estaría la aplicación de medidas provisionales para destituir de inmediato a los presidentes de diputación y alcaldes comprometidos con la ideología y las prácticas antidemocráticas. Sin una política enérgica del Gobierno en esta dirección, los meses que transcurran hasta la renovación democrática de nuestra vida local pueden ser el escenario de una cadena de provocaciones montadas desde los despachos de quienes recibieron sus mandatos de los ministros de la Gobernación del franquismo y del postfranquismo.

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