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Reportaje:Europa se acerca / 4

Nuestros enemigos, los agricultores europeos

El ciudadano medio español, que no tiene por qué ser un experto en economía, no acaba de entender bien cuáles son las razones que suponen las «graves dificultades» que agricultores franceses e italianos aducen en oposición a la entrada española en la CEE. Ese mismo ciudadano, que sí había entendido hasta ahora la poderosa razón política que detenía a nuestro país a las puertas de la Comunidad, se ve desagradablemente sorprendido con cíclica frecuencia, ante determinados hechos que sigue sin entender: los agricultores franceses vuelcan camiones con vinos españoles, tiran al río toneladas de nuestras lechugas; las autoridades italianas ponen fuertes obstáculos a la entrada de naranjas españolas o a nuestro aceite de oliva.Para entender el tema no hay más solución que volver a manejar el concepto que mejor resume la presente situación de la Comunidad Económica Europea: proteccionismos nacionales. Hay, en efecto, una fuerte oposición de los sectores agrícolas italianos y franceses a la incorporación de nuestro país a la Europa verde. En Francia, además, la época preelectoral hace del tema agrícola uno de los argumentos favoritos de los políticos. La tesis manejada en ambos casos es, sin embargo, común y simple: España es un fuerte productor agrícola (sobre todo en frutas, vino y aceite), a unos costes de producción inferiores en un 40 % a los de franceses e italianos. El actual reglamento comunitario establece la libre circulación de los productos nacipnales entre los países miembros, a los precios nacionales. Para nuestros vecinos franceses e italianos esa cláusula no puede aplicarse en el caso de la incorporación de España a la CEE, porque supondría, en su opinión, la ruina de miles de familías agrícolas del Midi francés y del Mezzogiorno italiano. Dicho en pocas palabras: si ahora mismo España entrase en la Comunidad, nuestros bajos precios harían que los productos agrícolas españoles coparan el mercado. Los productores franceses tendrían que comerse sus lechugas y los italianos beberse su vino.

Hace muy pocos meses se ha comprobado como este argumento proteccionista pesa en las negociaciones hispano-comunitarias; y es una llamada de atención sobre lo que será el proceso negociador para nuestra adhesión formal a la CEE sí, como es de prever, el Consejo concede la oportuna luz verde.

Las relaciones entre España y la CEE estaban reguladas durante estos últimos años mediante un acuerdo firmado en 1970. Dicho acuerdo quedó absolutamente desfasado con la entrada, en 1973, de tres nuevos miembros, Gran Bretaña, Irlanda y Dinamarca. En aquella ocasión, España solicitó la adaptación del acuerdo a las circunstancias de la nueva Comunidad ampliada. La adaptación se ha materializado hace apenas cuatro semanas después de cuatro años de penosísimas negociaciones, aplazadas unas veces, interrumpidas otras, suspendidas algunas con justos, pero oportunistas argumentos políticos. Y el resultado final ha sido el mismo: nosotros debemos dar facilidades a los productos industriales europeos y Europa pone todas las trabas posibles a los productos agrícolas españoles.

Es muy fácil predecir que ni franceses ni italianos torcerán su brazo antes de que los reglamentos comunitarios en materias agrícolas sean revisados y cambiados en sentido menos abierto y más proteccionista, está claro. Realmente, los expertos comunitarios ya tienen una idea de cómo serán estos cambios.

Los problemas de la agricultura mediterránea

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Hace un par de meses, la Dirección de Agricultura de la Comunidad elaboró un estudio sobre los problemas de la agricultura mediterránea, de cuyo análisis pueden obtenerse no sólo explicaciones de las posturas francesa e italiana con respecto a nuestra candidatura comunitaria, sino también muy provechosas ens eñanzas para nuestro caso particular; no en vano España es un país mediterráneo igualmente, y muchas de nuestras zonas agrícolas padecen tan graves problemas de subdesarrollo como las del Languedoc francés o el Mezzogiorno italiano.

El estudio concluyó, en un resumen inicial, que las regiones mediterráneas tienen una agrícultura en situación más difícil y con evolución más lenta que el resto de los países de la Comunidad; en esas regiones, además, existen graves problemas de rentas, excepcionalmente bajas en comp aración con otras zonas del mismo país.

La situación en las zonas agrícolas Mediterráneas de los países comunitarios es muy parecida a la nuestra: una gran parte de población activa ocupada en tareas agrícolas, débil productividad y, por consecuencia, bajas rentas y subempleo. No existe apenas evolución de las estructuras productivas y las de comercialización y transformación son igualmente insuficientes. Hay una deficiente utilización de los recursos naturales. Y todo ello, agravado por la crisis económica general, que no es precisamente un estímulo para la modernización de las estructuras agrarias.

El problema, pues, es de estructuras y de organización de mercados y adquiere caracteres graves, sobre todo, «con la perspectiva de la ampliación de la Comunidad», como textualmente recoge el estudio elaborado por los expertos comunitarios, afirmación que nos toca de lleno.

Para resolver estos problemas los organismos interesados de la Comunidad proponen una serie de medidas muy concretas, que suponen la movilización de importantes recursos financieros, sufragados, como es lógico, por todos los países miembros de la CEE.

En el Mezzogiorno italiano, por ejemplo, la Comunidad va a poner en marcha un vasto plan de conservación del suelo y de prevención de inundaciones, con la construcción de presas y repoblación forestal de tierras marginales, sobre todo en las zonas más accidentadas. Para las zonas más costeras y llanas de esta región italiana, lo que se pretende es seleccionar los cultivos, especialmente hacia aquellos productos de mayor demanda en la Comunidad. Para resolver los problemas de la baja productividad y del subempleo, lo que se fomenta es la creación de industrias transformadóras y de almacenamiento y conservación.

En el Languedoc francés, los problemas de esta importante región están relacionados casi exclusivamente con el vino, puesto que el viñedo es prácticamente un monocultivo en todo el área. En los países de la Comunidad, la producción ha seguido un ritmo ascendente muy acusado, que no se corresponde con idéntico crecimiento de la demanda. A los europeos les sobra vino todos los anos, y eso produce inmediatos problemas de excedentes, cuyas consecuencias se notan mucho más en regiones como el Languedoc, casi exclusivamente dedicadas al viñedo. Cuando la situación se hace extremadamente difícil (cómo ocurrió hace dos años, con ocasión de una importante cosecha), se producen te¡¡siones muy desagradables, como las sufridas por los vinos españoles exportados al vecino país que, en lugar de enriquecer los borgoñas o burdeos acabaron regando las cunetas de las carreteras del Languedoc.

Lo que los expertos proponen para esta deprimida región francesa, se centra en dos acciones: la primera busca la eliminación del viñedo como monocultivo, y sugiere la alternativa del maíz; la segunda. incide directamente en la calidad de las producciones, seleccionando las zonas más aptas para la producción de vinos diferenciados.

Cambiarán los principios

España tiene en sus vecinos ejemplos suficientemente elocuentes para forzar, desde ahora mismo, una política agraria que camine en idénticas direcciones que las de la Comunidad a la que aspiramos a integrarnos. Si nuestras estructuras agrarias se adaptan, poco a poco, a las de los países miembros del Mercado Común, ese será un importante camino recorrido, que favorecerá, sin duda, nuestra posición negociadora. Claro que hay una diferencia muy clara entre España y la Comunidad. Porque mientras en la CEE existen organismos, de financiación y ayuda a las regiones menos desarrolladas, sobre todo, en el campo agrícola, que mueven importantes cantidades de dinero sufragadas por los nueve, aquí nos lo tendremos que hacer todo con nuestro dinero, o lo que es lo mismo, con el dinero del contribuyente. Cabe esta solución, pero también podemos esperar a entrar en el Mercado Común y que sea la. Comunidad la que pague el gasto de nuestra reforma agraria.

De cualquier modo, lo que sí es preciso tener presente, es que los proteccionismos nacionales harán cambiar los principios sobre los que ahora se sustenta la política agraria de la Comunidad. Y que son tres, básicamente:

- Libre circulación de los productos agrícolas en todo el te,rritorio comunitario, realizada en las mismas condiciones que en los mercados nacionales, con el libre acceso de los compradores a todos los productos ofrecidos en el mercado comunitario.

- Preferencia comunitaria, que favorece los productos de los países miembros frente a los importados.

- Solidaridad financiera, que establece el compromiso de todos los Estados miembros de la Comunidad para repartirse, solidariamente, los gastos y las cargas que supone la política comunitaria, sobre todo, en lo que se refiere a desarrollo de zonas menos favorecidas, los precios garantizados a los agricultores y la exportación de los excedentes.

Los que no cambiarán, sin ninguna duda, son los objetivos básicos de la política agrícola comunitaria, que, aunque expresados ya en el tratado de Roma, en 1957, mantienen intacta su validez: crecimiento de la productividad, equiparación del nivel de vida de los agricultores al de las sociedades urbanas, estabilidad de los mercados, garantía en la seguridad de los suministros y precios razonables para los consumidores. En estos puntos, nadie negará que existe consenso entre agricultores y consumidores españoles y europeos.

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