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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La vida teatral del siglo XVIII

La Fundación Juan March y la Editorial Castalia coeditan, en la colección «Pensamiento literario español», un espléndido libro de René Andioc: Teatro y sociedad en el Madrid del siglo XVIII. Andioc, catedrático de Literatura Española en la Universidad de Pau, especialista en teatro del siglo XVIII, se incorpora a la lista de revisionistas del ofendido siglo y contempla datos sobre la creación y el consumo de los bienes culturales del teatro. Básicamente el autor maneja los «chivatos» de la época y con los datos económicos sobre la entrada diaria de los corrales identifica las preferencias y decisiones del público, en relación con el perdurado repertorio del Siglo de Oro y con las novedades propuestas: la comedia moratiniana y la tragedia neoclásica. El curioso análisis es bastante fiable. Si exceptuarnos el intermitente funcionamiento de los locales de Valencia, Barcelona, Sevilla, Zaragoza, Cádiz y Valladolid, ya entonces con vida irregular y aleatoria; si marginamos los datos del teatro cortesano del Buen Retiro, naturalmente «dirigido» hacia el real esparcimiento; si nos centramos en el cuerpo gentil de los «corrales» públicos, la investigación contempla tres locales: el «italiano», llamado de los Caños del Peral, y los «españoles» de la Cruz y del Príncipe. No estaban mal. Cada uno de ellos tenía un aforo de 2.000 localidades que iban desde las «lunetas», frente al escenario y los «aposentos» o palcos, superpuestos en tres órdenes, al «patio» con sus gentes de pie o apretadas en algún banco. Había dos precios: uno para las comedias simples y otro para las «comedias de teatro» o de caro montaje. En este segundo caso el precio de la entrada era, exactamente, el del diario jornal de, por ejemplo, un oficial de joyería como Leandro Fernández de Moratín.

Durante casi medio siglo Calderón continúa señoreando el repertorio. El relevo de autores es muy lento -y no hay relevo en las representaciones de autos sacramentales en las fiestas del Corpus- y los reformadores fracasan en sus intentos de programar Madrid desde la dirección de los teatros. Es el propio público el que va fatigándose. Lo dice el corregidor Guzmán y Tovar, juez protector del Teatro, al responder a un informe elevado a Godoy por Moratín: «Las comedias antiguas, por muy vistas, lejos de atraer, ahuyentan las gentes del teatro.» Y algo sorprendente: la curva de ocupación de las localidades más caras es más alta que la de las localidades baratas. La «última» afición calderoniana es de vida acomodada. La mayoría -las gentes afectas a la «diversión» y no a la erudición- han dejado de entretenerse con la vieja comedia.

Y ¿por qué? Quizá porque, como se dice en «Los literatos en cuaresma», una espectadora de la cazuela «Oye la tragedia con disgusto porque todo lo que en ella se contiene es cosa que puede muy bien suceder. Nada se representa allí que acontezca por arte de magia, sea nigromancia, quiromancia, hidromancia, piromancia, geomancia, cleromancia, espatulomancia y otra brujería de nueva invención». Hay que leer estas palabras como lo que son, una burlilla de las «comedias de teatro» con su espectacular despliegue escenográfico. (Moratín, comentando el San Juan de Capisirano, de Zamora, se refiere, nada más y nada menos, a la importancia que tienen en el montaje los «ángeles peleando en el aire sobre caballos blancos».) Referencias que no pueden eliminar la idea de que el siglo vio una cierta aspiración a lo que hoy llamamos teatro «total». Según el programa del príncipe la obra de Grimaldi, su director, Todo lo vence el amor era un « melo-mimo-drama mitológico-burlesco de magia y de grande espectáculo». Está claro. Lo que interesa es el espectáculo y el gran modelo en El cerco de Viena, en cuyo montaje se ofrece «un desafío a caballo por el patio, tres batallas, dos tempestades, un entierro, una función de máscara, un incendio de ciudad, un puente roto, dos ejercicios de fuego y un ajusticiado». Emociones, sadismo, ceremonial y «ver caer el agua sobre el escenario como sobre la Puerta del Sol».

Siempre la censura

Con una prensa incipiente y minoritaria, el púlpito y el teatro constituían las únicas líneas importantes de comunicación social. Era lógico que los reformistas se volvieran idealistas y paternales. Al fin y al cabo la «mesa censoria» estaba en el pensamiento de Cervantes como estaba en el de Platón. En la temporada de 1800, según la «ldea de una reforma de los teatros de Madrid», aprobada por el Gobierno, el «juez protector» decidía ya la admisión de obras y una junta, bajo su responsabilidad, elegía los actores y distribuía los papeles. Se abrió una gran contienda entre los reformistas y sus bien colocados adversarios. El Ayuntamiento de Madrid estuvo a punto de ganar. Pero esto es ya pura especulación. La guerra de la Independencia barrió todos los planes. Este libro se lee con fruición. Aparte de su sapientísimo acarreo de datos es dificil sustraerse a la reflexión sobre los paralelos. Los problemas, los eternos problemas del teatro, los que llegan hasta nosotros, están ya apuntados en ese controvertido siglo XVIII. Incluso los chirridos entre las autoridades «reales» y las municipales, por gobernar el cotarro teatral. Incluso el centralismo, el coste de las producciones, la situación social del actor o el ajuste y desajuste con las corrientes europeas. Libro importante. René Andioc ha establecido una base solidísima e inexpugnable desde la cual se apercibe la tensión permanente del teatro siempre vinculado, para su bien, a la sociedad a la que refleja, a la que pertenece y de la que vive.

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