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Tribuna:Al margen del 27
Tribuna
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La allendidad de Juan Larrea

Casi todo cuanto se ha escrito en torno a la generación poética del 27, que es copiosa, tiende a hacernos acreditar la presencia de unas voces míticas que se injertan en la historia de España, en su literatura y en su epopeya, para reconstruir con éxito un nuevo siglo de oro. Generación de la amistad, poesía a la altura de las circunstancias, rigor de estilo bajo la luz esencial de Góngora, fábula que emerge de la revolución truncada, leyenda, en fin, de los destierros. Una definitiva calidad de escritura se nos da, al par, como dato de asomo indiscutible, sólo alterado por algún matiz distanciador frente a Manuel Altolaguirre, Juan José Domenchina y Emilio Prados. Así, nadie osará poner en seda de juicio (perdido de antemano) la finura de Salinas, la tensión de Guillén para congelar esa belleza del mundo que Goethe subrayara en Tasso, la astucia angelical de Alberti-Diego-Lorca, la palabra dolida de Alonso, el torrente sensual de Aleixandre y -con irremisible retraso, más a regañadientes- la rareza de Luis Cernuda.Indagar sobre lo eventualmente falacioso de esa amistad generacional, agavillar opíparas contradicciones a la hora de enfocar actitudes ante la trágica sublevación, examinar si Lope no fue ejemplo mayor que Góngora, revisar con sosiego lo que de ganga hubo en la poesía armada y no encubrir el cieno autopromocional que segregó a menudo la supervivencia o el asesinato cercano, en cabeza ajena, sé perfectamente que pudiera sonar a blasfemia o a provocación pueril en mitad de un paisaje ya dispuesto a conocer la eternidad cencida. Sin embargo, sospecho que generaciones venideras, libres de tener que endomingarse con un mito en libertad para exorcizar una realidad opresiva, exentas de la necesidad de inventarse con nostalgia enfermiza una guerra no vivida y, en suma, no sentenciados tampoco al flamear de oportunistas estandartes, comenzarán por leer profundamente a Unamuno, Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado, para entrar en consulta a escape sobre las innovaciones verdaderas o capciosas del 27 con respecto a esos antecesores inmediatos. Asimismo cabrá entonces advertir acaso que, en el combate entre pureza y revolución, sólo César Vallejo hace la síntesis estremecedora de los imantados opuestos: España, aparta de mí este cáliz. Y que luego será Cernuda quien, desde un exilio no consagrado a las relaciones públicas, a la evocación rentable y cómplice o a provocar la exégesis minuciosa de sus poemas, revoluciona con mejor destello la sombría pureza del desengaño. Establecido eso, será igualmente válido averiguar las razones por las cuales Rafael Alberti ha sido preferido a Gerardo Diego, pongo por caso, tarea harto difícil si se manejan textos y no intenciones. Entrenimiento similar se impone para dilucidar las sinrazones del desdén o del olvido, que han provocado acá las obras de Gómez de la Serna y de Pérez de Ayala, mientras las de Zunzunegui o Gironella cosechaban el fácil entusiasmo del paisanaje. De paso, quizá se llegue a vislumbrar el sentido auténtico de la influencia de Pablo Neruda en estos resignados suelos, en estos poetas, sobre todo, que veían la redención del mundo en la metáfora.

Lo curioso es que semejante anhelo clarificador no haría sino retomar el hilo que la guerra civil rompió y que hemos mantenido roto por supuestas razones tácticas, tan reaccionarias, bajo pesado manto progresista. Porque es lícito pensar que Juan Ramón representa el esplendor y fin de lo decimonónico, mas ello en nada empaña la significación del asalto rotundo contra Alberti y sus amigos de octubre: «Matemático que politiquea, pintor flautista, político que fotografía, médico que literata, guitarrista que materniza, madre que feminitea, falta de vocación y de amor. Lo desnudo siempre es nuevo. Lo vestido, más viejo cada vez. No hay signo más evidente de plebeyez que buscar el asentimiento de los peores contra el mejor.» El propio teatro de Alberti era atacado, por falsedad, desde las páginas de la tinerfeña Gaceta de Arte; ataque que adquiere todo su relieve al ir igualmente dirigido al «falso teatro religioso» de Pemán. Los mejores poetas de la generación del 50 meditaron progresivamente acerca de esta niebla irresoluta, precedidos en ciertos aspectos cimentales por Blas de Otero; los novísimos, por el contrario, vuelven a recular en procesión so pretexto de salto vanguardista, Temas para más amplio y razonado desarrollo, desde luego; pero esta digresión se detiene aquí, pues esboza con creces, aunque carencialmente. la afanada vereda de la que se apartó un hombre edificante: Larrea.

Un ilustre desconocido

El poeta vasco Juan Larrea. pese a un tardío redescubrimiento auspiciado por Vivanco. Diego,y Barral, ha sido y sigue siendo ampliamente desconocido en España. Salvo en la antología de Poesía española realizada por Gerardo Diego, la obra de Larrea nos fue escamoteada de manera sistemática. Dámaso Alonso, por ejemplo, en Poetas españoles contemporáneos, ni siquiera le nombra; naturalmente, empeñado en el elogio global del 27 como institución florida. llega a decir que el ultraísmo -ismo en el que amalgama creacionismo y dadaísmo- equivale- a un movimiento fracasado y que «el complejo ultraista se pone ropas hechas. y casi todas se han hecho fuera de casa». Apreciación tal. patriotera y, xenófoba -en boca de un especialista que no ignora la raíz forastera de nuestras más logradas creaciones líricas- disimula casi por completo la influencia enorme que un poeta como Larrea tuvo sobre varios miembros de la citada generación y que sólo Gerardo Diego ha reconocido generosamente. Significativo de otro talante y de otra inteligencia es el interés de Cernuda por este creador de Bilbao afincado en Córdoba (Argentina) y a quien Neruda dedicó una oda que debe figurar entre lo más ignominioso de la subliteratura castellana: «Cuando los poetas del 25 creían que el arte era un juego -señala el autor de La realidadY el deseo-, Larrea afirma la significación espiritual de la poesía-, cuando algún poeta del 98 como Jiménez estimándose todavía criatura única, se erguía frente al mundo para intimarle su desprecio, Larrea afirma la insignificancia en el mundo de la vida del poeta y de la obra del mismo.» Poesía, según apunta Bergamín en ademán de pertinente noticia, extremadamente conmovida, delicadamente agudizada. directa y pura.

Juan Larrea. con su pulso emigrante, creyendo que el hombre es la más bella de las conquistas del aire, trivializa de modo positivo su canto e incluso canta desde la lengua francesa, más tarde desde el silencio, la bondad de un ailleurs del que toda traducción nos borra la emotiva equivocidad. Piensa Larrea, el extraño poeta de Versión celeste, que ortodoxia y heterodoxia forman un mismo objeto u objetivo, conscientemente se deslastra de lo que no debe saber y nunca escribirá lo que no debe expresarse. Su pudoirvigilante junto a la áspera elegancia de Cernuda y al ala huerfana de Vallejo, seguramente funda lo más irreprochable de toda generación: sus prófugos. No significa esto menosprecio alguno hacia otros componentes de la generación del 27, cuya obra merece toda mi estima, al menos parcialmente. Sin embargo, convenía, me parece, adelantar la figura olvidada de Juan Larrea, culpable todavía en su tierra por haber querido, como Novalis, que el mundo se convierta en sueño y el sueño se convierta en mundo. Mortal pecado que conserva en el hoy bullanguero español toda su bochornosa vigencia, mientras llueven aplausos y loores canoros sobre los que hallaron en lo venial la amnistía fragante de la norma.

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