Sin sorpresas
CON UN poco de cinismo podría decirse que, condenada de antemano al papel de una piadosa letanía de buenas intenciones, cualquier acuerdo logrado en la «cumbre» de Londres constituye un éxito para sus siete participantes. La experiencia de las dos conferencias anteriores -Rambouillet en 1975 y Puerto Rico en 1976- no suponía un antecedente esperanzador. Por otro lado, el que los principales problemas a tratar en el número 10 de Downing Street -estancamiento económico, reforma del sistema monetario internacional, problemas energéticos y de materias primas- sean casi los mismos que hace dos años es, en buena medida, una confesión de la inutilidad de estos contactos personales al más alto nivel.A estas dificultades, que podrían calificarse de «naturales», se añadía en el caso de Londres la irritación causada en los países europeos por la decisión del presidente Carter de suspender la exportación de tecnología nuclear a dichos países. Conocedor de tal estado de ánimo y deseoso de no aparecer como culpable del mal comienzo de su primera conferencia internacional, Carter firmó días antes de salir de Washington la orden autorizando las ventas de uranio enriquecido que habían quedado suspendidas varias semanas antes. El gesto tuvo el efecto balsámico esperado y la conferencia se inició y desarrolló bajo los mejores auspicios.
En su comunicado final, los jefes de Estado y Gobierno participantes han reconocido la importancia del tema de la energía nuclear, nombrando una comisión que propondrá una serie de recomendaciones sobre este tema en el plazo máximo de dos meses.
El contenido propiamente económico de la reunión está recogido en siete puntos. Los dos primeros llaman la atención sobre la necesidad de luchar contra el paro -especialmente el juvenil- y la inflación mediante un crecimiento económico cuantificado en «objetivos» que cada uno de los siete países se ha de fijar. En buena lógica económica, y así lo reconoce el comunicado, deben ser los países con superávit de balanza de pagos -Alemania, Japón y, en menor medida, Estados Unidos- quienes adopten inmediatamente medidas expansivas. Por el momento, los dos primeros países han preferido dejar revaluarse sus monedas antes de lanzarse por el camino de la expansión por temor a las presiones inflacionistas. Queda por ver si los acuerdos de Londres harán modificar esa actitud.
La ayuda a las naciones con problemas de balanza de pagos -que constituye el punto tercero de la declaración- se intentará canalizar a través de la concesión de nuevos recursos al Fondo Monetario Internacional; recursos que se añadirán a los ya votados en su última reunión en abril. Es curioso que no se mencione la necesidad de reforzar, siquiera sea mínimamente, el decrépito sistema monetario internacional, como si la vulnerabilidad de las economías occidentales no se hubiera visto agravada por la Inexistencia práctica de un sistema monetario estable y eficaz.
Los cuatro últimos puntos constituyen una llamada a los Gobiernos para que procuren evitar todo tipo de proteccionismo comercial e intenten acelerar las conversaciones de Ginebra en favor del comerció multilateral; para que reduzcan y armonicen los aranceles vigentes: incitándoles, por último, a proseguir los esfuerzos en pro de la conservación de energía y la utilización de fuentes convencionales en la generación de la misma.
La sensación que despierta la lectura completa del comunicado final, aquí sólo se han resumido los puntos básicos, es que se ha logrado al menos un objetivo: no defraudar las esperanzas de quienes estaban predispuestos a creer en el éxito de la conferencia, sin que, al mismo tiempo, se haya alimentado el escepticismo de desconfiar de antemano de esta clase de diplomacia «a lo siglo XIX». Queda por ver, si de vuelta en sus despachos y enfrentados ante la ingrata realidad de los problemas cotidianos de sus respectivos países, estos estadistas tienen tiempo y energía para recordar los problemas mundiales que acaban de repasar.
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