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Muestra viva de las virtudes liberales

No hace mucho, tras pasar una tarde entera con Ramón Carande en Sevilla, lo que incluyó una cena copiosa y varias horas de paseo callejero, uno de sus acompañantes, rendido al final, como todos, comentó al dejarle en su casa: «Es claro que don Ramón se pone años; y muchos, yo creo que no menos de veinte. »Sí parece que sería útil imponer a Ramón Carande la cautela elemental de exhibir su partida de nacimiento. El quizá escaso atractivo de las generaciones más recientes está llevando a muchos a blasonar de pertenecer a las quintas liberales, las que habían madurado antes de 1936, cuando sus edades no siempre lo justifican.

Don Ramón sí parece,- sobre su ímpetu juvenil, físico y sobre todo espiritual, ser un espécimen típico de ese mundo liberal, hoy ya tan añorado. Hijo de un republicano de 1873 (como ha contado en una espléndida novela, aunque se trate de memorias familiares, el propio hijo de don Ramón, Bernardo V. Carande, en su libro reciente Don Manuel o la agricultura , imprescindible para comprender la personalidad que hoy festejamos), educado en la Francia de la III República y en la Alemania guillermina, incluso en la Baviera de los Wittelbach, formado por don Francisco Giner de los Rios, su institución libre y sus hombres, vocado por este medio a educar y transformar el país a través de la docencia universitaria y la investigación rigurosa. Rector universitario en el momento del advenimiento de la República, nombrado por ésta consejero de Estado, que dimite porque el Gobierno no sigue los criterios de un dictamen por él elaborado, ministro de Hacienda frustrado por su fidelidad al ideario gineriano, tras ofrecimiento de Azaña, que éste nos cuenta en sus memorias, depurado de los cuadros universitarios, por los liberadores, aunque al final repuesto por manos amigas, Carande es una muestra increíblemente viva y presente de las mejores virtudes liberales.

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Fe en el hombre

El liberal (por diferencia del reaccionario, que es siempre un pesimista antropológico) tiene profunda fe en el hombre, que mantiene por encima de tantos sucesos y desengaños capaces de justificar lo contrario. Eso le hace profundamente generoso y, a la vez (pues sólo la generosidad de la alegría, como el egoísmo, la apaga) alegre, ingenuo -otra virtud noble, hoy poco estimada-, esperanzado, abierto. Todas éstas son virtudes carandianas hasta un grado asombroso, mantenidas lozanas y vivaces, acendradas y pulidas por su largo uso, en modo alguno desgastadas por él, enhiestas como flores primaverales en medio de un entorno gris y apagado.

Todas estas virtudes, radicadas en su ta¡ante básicamente liberal, son, sin duda, las que han mantenido intacta la juventud insólita de on Ramón, su fuerza vital. También las que han hecho de él un foco formidable de irradiación de magisterio vital cada vez más extenso y operativo, por encima de su magisterio indiscutido como historiador de la,economía. Alrededor de don Ramón le crea, en efecto, un ambiente estimulante y vívido, donde cada cual es capaz de dar lo mejor de sí mismo. Sembrador de esperanzas, podríamos llamarle sus amigos, que tanto le debemos, esperanzas que fluyen naturalmente de su serena y alegre magnanimidad.

Contaré otra anécdota testimoniable. Un día comía Carande en mi casa y en la sobremesa (puro y copa bien saboreados, conversación por él llevada con su estilo punzante, esmaltado de inteligencia e ironía) nos dice que debe irse por tener una cita con un conocido crítico de poesía moderna, quien nos informó que iba a llevar un original. Bromas: ¿don Ramón poeta? Al fin nos desveló el secreto: llevaba al crítico, para que apoyase su edición, un libro de poemas juveniles de uno de sus más jóvenes amigos sevillanos, veinte años; él tenía ya entonces bastantes más; de ochenta.¿Se comprende la enorme pureza que hay que poseer para que un muchacho le confíe a esos años sus ilusiones poéticas y para hacerlas luego suyas con tal entrega y entusiasmo?

Un lujo

Don Ramón es un lujo verdadero del país, un mensaje que nos llega intacto -con mensajero, sobre todo, que autentifica su realidad- de una línea española de pensamiento y de conducta que hoy más que nunca nos es necesaria, vitalmente, históricamente, políticamente incluso, y quizá esto último de manera especialmente exigente.

La asombrosa lozanía de los noventa años de don Ramón, que admiramos y aprovechamos cuantos le conocemos, no es más que la expresión perfecta de un espíritu que triunfa de toda materia claudicante y que sobre ella brilla y resplandece, y, especialmente, ilumina.

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