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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El que lleva las bofetadas

Durante bastantes años hubo en este país, el nuestro, un recurso fácil, un pumching confortable, un muñeco agradecido y manejable sobre el que el Poder descargaba sus iras y sus fobias: el periodista. Cuando me examiné de ingreso en la Escuela Oficial de Periodismo, el entonces director, señor Muñoz Alonso, lanzó con voz tonante una arenga. Decía el difunto filósofo: «Porque podrán decirse muchas cosas contra el régimen de Franco, pero al menos habrá que reconocerle una: que dio dignidad a los periodistas.»Años después de aquel discurso sigo opinando exactamente lo contrario que Muñoz. Y pese a ello... esta prensa sometida y silenciada, afable y complaciente, ¡cuántas lecciones dio en la larga noche de, piedra del franquismo! ¡Qué gran aportación hizo a la causa de la democracia para conquistar precisamente la libertad, es decir, la dignidad!

Las linotipias del miedo

Palomares, Alfonso Sedmay Ediciones. Madrid, 1972. 204 páginas.

Ahora parece que ha llegado, la hora de hacer cuentas. Espero que no sean las del Gran Capitán, ni tampoco las del tendero de la esquina. Confío en que sean cuentas sin enmiendas ni tachaduras para un país que aspira a la libertad. La primera y elemental contabilidad de los dolores y rencores de la profesión periodística acaba de llegarme en un libro titulado muy significativamente: Las linotipias del miedo, del que es autor Alfonso Palomares. Digo «libro» y no novela, o narración o ensayo, porque prefiero no meterme a clasificaciones enojosas cuando leo y después de leer. Las linotipias del miedo es algo así como el cuaderno de bitácora de un periodista -el autor- que cuenta cómo fue el último año de Franco: desde que cayó Pío (Cabanillas) hasta que el equipo médico habitual dio el último parte.

Esta es una historia agridulce, desesperante, reiterativa, tal vez inútil para otro país, en otra geografía. Aquí es -todavía- un relato insólito, sangriento, desesperado, imprescindible. La crónica de los trabajos y los días de estos hombrecitos del bolígrafo y el magnetofón y los cafés de las largas madrugadas. El libro de entradas y salidas de un poder malhumorado y «acollonado», que buscaba enemigos entre los tipómetros y guerrilleros en las rotativas. ¿Política-ficción? Ojalá así fuese. Durante años, en este país -el nuestro no era la razón quien creaba monstruos: fue la realidad la que los engendraba. Los monstruos se disfrazaban de pantano, o de pantalón corto, de crepúspulo de las ideologías o de Tip (o Top), pero al final alguien, gracias a la ley de Prensa, llevaba las bofetadas.

Estas linotipias del miedo son, pues, el acta de las bofetadas. Palomares no necesitaba echar mano de elementos novelescos ni el editor contarnos en las primeras páginas cuánto admira al autor por haber escrito « una novela sin claves, en la que no hay que hacer gimnasia de ninguna clase», cuando precisamente las novelas, todas, tienen claves y el lector de novelas debe, obligatoriamente, hacer gimnasia. Estas linotipias son, sobre todo, un testimonio, una crónica escrita a ras de tierra y mal podrían ser una novela. Ahí radica su gracia o su desgracia. El personaje principal, por tanto, es de cartón-piedra, su amante, idem de lienzo: un simple pretexto para narrar después lo que importa, es decir, la vida y pasión de un director de un semanario que pretende hacer periodismo de combate y denuncia en el «año cero de nuestra era». Autorretrato en negro, sin duda, porque el autor es director de un semanario, pluriprocesado (y, por si hubiera dudas, él nos lo aclara en un epílogo autobiográfico). Pero también apunte al natural de una profesión maldita, de un trabajo efímero y agobiado: el de quien, todavía, sigue llevando aquí las bofetadas.

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