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Emigración y autonomías

Durante los últimos treinta años, el ritmo de la inmigración en el País Vasco ha venido experimentando un incremento desmesurado. El hecho tiene unas proporciones demasiado grandes para que este pequeno pueblo pueda soportarlo sin una enorme tensión sociológica. Quienes todavía siguen imaginándose al pueblo vasco de acuerdo con el modelo patriarcal y «bon enfant» de principios de siglo, deben hacerse cada vez más a la idea de que un nuevo Euskadi está surgiendo de este proceso de después de la guerra.Las migraciones son indudablemente necesarias para el progreso de los pueblos. Esto no significa, sin embargo, que tales trasplantes de población-puedan realizarse de cualquier manera, sin orden ni concierto, como viene ocurriendo en España desde hace mucho tiempo, y especialmente, en las últimas décadas. Así la desordenada inmigración, sin la contrapartida de una integración adecuada, crea en Basconia, lo mismo que en Cataluña, problemas urbanísticos, culturales y humanos que parecen prácticamente insolubles, mientras estos países no dispongan de unas autonomías adecuadas. Bajo otros aspectos distintos, jero de modo correlativo con el fenómeno anterior, no es menor la tragedia de otras comarcas españolas condenadas a la depauperación y a la ruina como consecuencia de una emigración continuada.Una migración masiva es siempre un proceso de doble vertiente. Interesa a dos comunidades: la de las gentes que emigran -casi siempre con la muerte en el alma- y la del pueblo que acoge la inmigración. La operación no puede ser consideradacomo buena más que en el caso de que ambas comunidades salgan favorecidas y de que, al final de la misma, se produzca una fecundación fructífera y enriquecedora para todos.

Derechos de la comunidad

Cada una de dichas comunidades tiene sus propios derechos. La comunidad receptora tiene derecho a moderar y encauzar la inmigración de modo que ésta no se convierta en una auténtica invasión, es decir, que no sea excesiva y anárquica y que no se pretenda manejarla política y sociológicamente con el fin de destruir la personalidad del pueblo receptor (caso del lerrouxismo y análogos).

El inmigrante, por su parte, tiene derecho a que se le incorpore a la comunidad en la que presta su fuerza de trabajo, en la que viven él y su familia y en la que sus hijos habrán de constituir un día nuevas familias. El inmigrante tiene derecho a echar raíces en esa nueva tierra suya.

En efecto: el hombre no puede vivir sin raíces. Las necesita como la planta. Necesita de una tierra humana, cálida y receptiva donde posarlas. El trashumante, el aventurero, son la excepción que confirma la regla. Simone Weil, en su libro L'enracinement, tras haber afirmado que el hombre necesita pan, hogar, vestido, higiene, libertad, verdad, dignidad, responsabilidad, trabajo, etcétera, añade,que «la necesidad de arraigamiento es, quizá, la más grande y una de las menos conocidas del alma humana».

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Esto es lo que el pueblo receptor de la inmigración -en nuestro caso, Euskadi- debe ofrecer al inmigrante. Pero ¿podrá hacerlo si a él mismo se le priva de su propia personalidad, de sus propias raíces?

Por parte de la comunidad de origen, el pueblo que proporciona el caudal humano de la emigración -Extremadura, Andalucía, Galicia, Castilla...-, existe también el derecho a limitar y controlar esa continuada sangría: el éxodo de la juventud, el abandono de las aldeas, el destierro forzado de tantas pobres gentes.

Hace años, en una reunión «muy católica», en la que se trataba de los problemas sociales de Andalucía, oí decir a un terrateniente que no había que darle vueltas a la cosa; que la única solución razonable, la única posible, para el problema económico andaluz, era la emigración. Semejante mostruosa afirmación se corresponde dialécticamente con la que, por aquel entonces, solían hacer algunos industriales y contratistas vascos al sostener la absoluta necesidad, para el desarrollo del País Vasco, de una «importación» de mano de obra « barata y sumisa».

Esta especie de economía fatalista ha imperado despóticamente en España durante todos estos años, y aún quieren algunos que siga haciéndolo ahora. «Los economistas fatalistas -decía Marx- suelen ser tan indiferentes a los inconvenientes de la producción burguesa como los propios burgueses lo son alos sufrimientos de los proletarios.»

Andalucía, lo mismo que las otras regiones emigrantes, tiene derecho a reducir y humanizar su emigración, empezando por poner en juego sus propias riquezas; conociendo y explotando inteligentemente sus recursos; liberándose del feudalismo; atrayendo por su propia iniciativa los medios que necesita para su desarrollo. Pero ¿cómo se podrá hacer todo esto en el cuadro del centralismo capitalista?

No hay necesidad económica que justifique el desangre sistemático de un pueblo. Si el enriquecimiento de los pueblos ricos se ha de hacer a costa del empobrecimiento de los pueblos pobres, hay que renegar de este tipo de desarrollo.

En Euskadi, durante muchos años, la corriente nacionalista vio con malos ojos todo lo que fuese inmigracion, alimentando la wagneriana creencia en la conservación indefinida de una raza vasca pura y paradisíaca. «A la ciudadanía de sangre, base angular de nuestras instituciones, se debe la subsistencia portentosa de la nacionalidad vasca. La sustitución de la ciudadanía de sangre por la ciudadanía de carta hubiera deshecho en poco tiempo nuestra organización política, para llegar a la absorción de la raza por los hijos del extraño», escribía Engracio de Aranzadi.

Se comprende fácilmente que para una mentalidad de este género la inmigración fuese considerada como una catástrofe o un mal radical, y que su única «solución» -si así puede llamársele- consistiese en la conversión de los inmigrantes en metecos.

La ciudadanla del trabajo

Pero hoy, sin restar importancia al hecho racial, la opinión ha cambiado profundamente en este aspecto. Nadie o casi nadie piensa ya ni en la ciudadanía de carta ni en la ciudadanía de sangre, sino en uña nueva ciudadanía vasca que correspondería al signo de la civilización contemporánea: la ciudadanía del trabajo. A esta idea responde la nueva definición del vasco, ampliamente aceptada aquí por muchos sectores: «es vasco todo hombre que vive y trabaja en Euskadi, contribuyendo con su esfuerzo al mantenimiento y al desarrollo de este país».

Ahora bien, a este hombre que trabaja en Basconia, y que es, por consiguiente, vasco, hay que darle la posibilidad de incorporarse efectivamente a la comunidad en que vive; de no ser un desarraigado cultural; de que él o sus hijos puedan conocer la lengua y adaptarse a las costumbres del país.

La integración demográfica es hoy, sin duda, uno de los problemas más urgentes del País Vasco, y uno de los primeros que éste tendrá que resolver a fondo una vez que logre su autonomía. Porque para eso han de servir precisamente las autonomías y no para separar a unos pueblos de otros.

A mi juicio, el problerna de las migraciones interiores en España no encontrará una solución satisfactoría y humana hasta que los distintos pueblos de la geografia hispánica puedan gobernar sus propios recursos y sus propios destinos demográficos, sin verse condenados, de un modo o de otro, al fatalismo de la destrucción.

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