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Tribuna:TRIBUNA DE LA EDUCACIÓN
Tribuna
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Las lenguas clásicas en la enseñanza/y 2

Decíamos en un artículo anterior que la terrible reducción del papel de las lenguas clásicas en el bachillerato a raíz de la Ley General de Educación no se debió solamente a su dificultad y al obstáculo que real o supuestamente representaban para la extensión de la enseñanza. Esto hay que explicarlo más claramente.

Puede ser parte de la explicación, ciertamente, del hecho de la desaparición del latín en el Bachillerato Elemental, es decir de su exclusión de la EGB; era difícil hallar profesorado de latín para todos los niños españoles. Aun que también era difícil hallarlo de lenguas modernas, podría decirse.

Por lo que respecta al Bachillerato Superior o BUP, es bien cierto que su reducción a tres miserables años ofrecía dificultades casi insolubles a la hora de la reglamentación y forzaba a reducciones graves en todas las materias. Pero, ¿por qué esa persecución contra las lenguas clásicas incluso por lo que se refiere a los alumnos convocación de Letras? Después de todo, las estadísticas de los exámenes del antiguo preuniversitario demuestran que el porcentaje de suspensos era muy inferior en la sección de Letras (en la que había una prueba de latín y griego), que en la de Ciencias. No eran, pues, tan grave obstáculo.

Un gran giro

Hay que haber asistido a las reuniones de profesores que convocaba el ministerio en la época de la gestación de la nueva ley para comprender la orientación general de los nuevos legisladores. Todo había girado 180 grados y todo era tan parcial y desenfocado como siempre. A la mezcla de catolicismo, nacionalismo e ideología dogmática había sucedido un universalismo banal y aséptico a cuyos ojos todo aquello enraizado en la historia era un lastre a descartar. Estábamos, ahora, en el momento de la tecnocracia antihumanística.

Lo que pretendían los nuevos pedagogos, era trasplantar a España un modelo de moda en ciertos ambientes internacionales para el cual el objetivo principal de la educación consistía en dotar al alumno de unos «lenguajes» de tipo formal e instrumental: la lengua española como instrumento en la vida corriente y en el estudio científico, sin mayor relación con la literatura o la cultura: y las matemáticas como lenguaje de la ciencia. A esto se añadía un estudio de algunas materias de Ciencias, como otro elemento universal. Y una lengua extranjera, a nivel utilitario. En la medida en que en esas reuniones se hablaba de Historia, Literatura, etcétera, las referencias eran, sobre todo, a temas de Sociología, Psicología, Historia contemporánea.

Era, insisto, un planteamiento universalista, válido en la medida en que es válido lo universal. Todo lo que era peculiar de la cultura europea (occidental, si se quiere) o española quedaba terriblemente desvalorizado, si se exceptúa ese imprescindible manejo de la lengua. Luego las cosas, a decir verdad, no han sido tan graves: una vez más la inercia de la tradición cultural ha logrado, hasta cierto punto, rectificar a los ideólogos. Materias que quedaban explícita o tácitamente proscritas han vuelto a entrar en los programas. Pero tuvo que intervenir la Academia Española para aliviar la triste situación de la Literatura española, tuvimos que intervenir los cultivadores de las lenguas clásicas, los de Historia del Arte, etcétera.

Universalismo

Aquí hay una terrible ambigüedad. Ese universalismo histórico, receta aplicable desde España hasta Zambia, se autoproclamaba progresista y hasta cierto punto lo era: significaba un progreso en muchos lugares y en esa medida se comprende que la UNESCO y otros organismos lo propugnen. Puede dar una base, de otra parte, al posterior cultivo de la Ciencia y la Tecnología. Pero en España era más que progreso, retroceso; no añadía nada que no estuviera ya y eliminaba cosas que ya estaban. Y más cuando se extendía de la EGB al BUP.

Cualquier planteamiento educativo sensible debe hacer competible el necesario universalismo con el cultivo de las materias que constituyen marca de la propia cultura, de la propia identidad. Conciliar lo universal y lo histórico, la extensión de la enseñanza y su calidad debe ser el ideal de cualquier legislador en materia educativa, nos atrevemos a decir.

La India y los países árabes, por ejemplo, se esfuerzan en mantener hoy en día esa su propia personalidad, la destacan con orgullo. En Europa misma, pueblos integrados en naciones más amplias, luchan por mantener viva su personalidad, forjada en el pasado y base de un sentido de comunidad y autoafirmación en el presente. ¿Cómo aprobar entonces, ese banal universalismo que trata de aplicar a los europeos raseros cada vez más generales y, al tiempo, más parciales? ¿Qué considera, por ejemplo, a las lenguas clásicas como un lastre barato de arrojar por la borda?

Es esto tanto más sensible cuanto que en la tradición clásica europea están, precisamente, los orígenes de todo universalismo; de las ideas de ciencia, democracia, humanidad y tantas, otras. Fueron los griegos los que inventaron un término como cosmopolita, que es tanto como «ciudadano del mundo» o un concepto como «humanidad». Fueron los romanos los que dieron el modelo de toda organización supranacional, de toda comunidad entre las más varias naciones.

Nacionalismo e historia

Este problema de conciliar lo racional y lo histórico, fuente por otra parte de lo primero, es un gran problema que tiene planteado el mundo occidental. Romper amarras con el pasado es impedir la valoración del presente, que no es un regalo, sino el producto de un largo esfuerzo. Y en el caso del hombre occidental es dejar sin explicación ni valoración aquello que él ha aportado a la comunidad mundial.

En realidad, sólo a esta luz puede comprenderse la lucha en tomo al latín y el griego. Forman parte de aquellos saberes que representan un lazo con nuestros orígenes. Pero que, además, son incitación al pensamiento, a la duda, a la crítica, a la ampliación de la sensibilidad. El ideal de una cultura aséptica y formal, sin modelos a aceptar o rechazar, sin ideas ni valores, sin contrastes que hagan pensar, es el ideal de una humanidad amansada y gris, con un solo ideal de eficiencia y consumo. Presa fácil, por otra parte, de cualquier dogmatismo, de cualquier falso profeta.

Afortunadamente, los deslumbramientos que producen cambios tan drásticos en la concepción del mundo y del hombre como los que repetidamente hemos vivido, suelen pasar. Y no penetran ni convierten con el radicalismo que algunos querrían. Es de esperar un descenso de la ola antihumanista y pragmática de estos últimos años; y allá se encuentran muy vivos indicios de ello. Al movimiento, tan justo, en pro de la extensión de la enseñanza, ha de seguir otro en el sentido de que debe tener unos niveles superiores que conjuguen exigencias que son complementarias, no incompatibles. Dentro de esos niveles y, concretamente, de un Bachillerato Superior que tenga una extensión adecuada, las lenguas clásicas deberán, en países como el nuestro, vivir y progresar. Y desarrollar unos métodos y objetivos en su enseñanza que hagan de ellas un verdadero factor cultural y no una trivialidad o un trámite de tipo memorístico.

Pese a las pérdidas sufridas por las lenguas clásicas ha quedado, a pesar de todo, una base sobre la cual se podrá edificar en el futuro. Y ha sido una experiencia grata estos años ver cuantas solidaridades han encontrado el y el griego y cuan errónea era la esperanza de hallar aplauso fácil al desmocharlas. Todavía está reciente la repulsa, tan general, de aquellas declaraciones que pedían menos latín (¿menos todavía?) y más deporte. Esas solidaridades han venido de todos los lugares del espectro político e ideológico. Lo que demuestra, una vez más, que las lenguas clásicas están, se quiera o no, en el centro de nuestra cultura. Y que aunque su situación actual sea difícil, pueden hallar, algún día, un lugar digno, sin exageraciones ni triunfalismos, pero también sin discriminaciones.

(El primer artículo de esta serie se publicó el día 8 de abril).

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