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En la actualidad de Jorge Guillén

Ernst Robert Curtius, una de las mentes más perspicaces de Europa, durante los cincuenta primeros años de nuestro siglo, cuando la conciencia europea atravesó el puente angustioso que enlazaba el sentimiento de madurez con el delirio arrebatado de las crisis, confesó que tras las incitaciones interiores que le llevaron a traducir -con todas sus complejas dificultades- a Paul Valéry, T. S. Eliot y Stephen Spender, un cuarto poeta le empujaría -con el andar del tiempo- al mismo ejercicio de virtuosista destreza. El poeta era Jorge Guillén y para rematar el prólogo «a una selección de traducciones de sus poemas», Curtius escribiría: «Con el renovado vergel de su cántico, Jorge Guillén se sitúa en primera fila entre los poetas vivientes.»

Esta resonante consagración se produce en 1951 y resulta bastante sintomática, sobre todo, por los poetas junto a los que Jorge Guillén aparece alineado. Para quien no conozca suficientemente la obra de Curtius, sobraría con esa constelación lírica para descubrir todo un costado de sus predilecciones. A Curtius le importaba, en primer término, la inteligencia. Europeo profundo, su sensibilidad no le permitía- hacerse ilusiones. Todo aquello que conspirase contra la primacía de la inteligencia -aunque procediese de la entraña y el poder creador europeos-, constituía un peligroso complot contra la tradición y las esencias de Europa. En Guillén, un hombre de la meseta castellana -nacido en Valladolid todavía en el siglo XIX, concretamente en 1893 descubría aquellas iluminaciones y sutilezas que otrora le deslumbra ron en Valéry. Ambos -Curtius y Guillén-, sentían la vocación de Valéry. Esa vocación que instala en el transporte intelectual el sentido de lo histórico y la reivindicación de los fueros de la inteligencia.

Por ello -y también, por haber traducido El cementerio marino-cuando aparece, en 1928, la primera edición de Cántico, en un delicioso primor editorial de la Revista de Occidente, el comentario fácil y bisoño se dedicó a traer a cuento las vinculaciones guillenianas con la poesía de Valéry. Eran los tiempos del gran debate en torno a la poesía pura, montado por el abate Henri Bremond, con el apoyo de los juegos melódicos e imaginísticos de los simbolistas.

La poesía pura, en manos -y en voces-, de Brémond, podía resultar una fehaciente tarjeta de visita, la beligerante presentación de una manera -distinta que el Romanticismo-, de entender la esencia y las correspondencias de la lírica. Las posibilidades de una explicación de la poética de Guillén, se ensanchaban con el alboroto -a la moda- de los fuegos de artificio de la poesía pura. Las líneas de convergencia se dijo que provenían, del simbolismo -de Mallarmé, particularmente-, de los ecos de Góngora, del intelectualismo de Valéry, de la vecindad de Juan Ramón Jiménez y de la persecución de la mariposa -o la crisálida-, elaborada en los invernaderos de la poesía pura.

La compañía -o la genealogía-no eran para pedir disculpas. Para enorgullecerse, más bien. Pero ni excusa ni vanagloria venían al caso. Los caminos y las aproximaciones podían seguir esos rumbos, acercarse a esos meridianos, en tanto ellos constituían algunos de los ejes creadores de la renovación poética, en el primer tercio de nuestro siglo. Pero Guillén, desde su primer Cántico, tras asumir lo detectado por sus comentaristas, junto con muy diversas incitaciones no expresamente señaladas, era ya otra cosa.

Otra cosa, otro propósito, otra significación y -por consiguiente, otra poesía! Veamos. Para comenzar, intentemos distinguir lo que so brevíve de la polvareda levantada por Henri Bremond. El abate era polémico, buen rastreador y había topado con un filón óptimo. Pero lo de la poesía pura quedó casi -en música. En música celestial, que es lo que le gustaba a Mallarmé, aunque sea dudoso a que especie de cielo hiciera referencia. Lo inefable se concentraba en melodía, sin precisar la frontera dónde -por ejemplo- comenzaban a escucharse los acordes de Debussy.

A Jorge Guillén le distancian de esa especie de purismo diversos postulados. Su poesía, sin abandonar la magia de las provocaciones melódicas, no se apoya en fórmula alguna que derive de las idealiza ciones del arte por el arte. Lo puro -lo dice el mismo Jorge Guilién-, le resulta «tan ambiguo, con tantas resonancias morales, empuja al énfasis, a la confusión». Para Guillén se ha acuñado otra divisa: Poesía integral. Sobre él gravita -incluso, si se quiere, con sus servidumbres-, la penetrante cacería de lo absoluto. Le importa el ser, pero no limitado -o exasperado- por sus sentimientos, tal como pudo imaginario -o desmelenarlo- el romanticismo. Si no en el asombro -en el tan guilleniano asombro- de sus relaciones, de sus integraciones, con la totalidad del mundo: el sí de una reconstrucción del orbe partiendo de la referencia inmediata de los datos de la vida, de esa vida que fluye en su rededor para recrear la sorprendente verdad profunda. La realidad me in vental Soy su leyenda. ¡Salve!, escribirá en una mitificadora conciencia del ser, que proyecta su haz de luces sobre las necesarias referencias a un vivir triunfante.

En el desarrollo de toda poesía -contemplada, claro es, desde la vertiente del poeta-, sobreviene un instante en el que la paradoja parece desconcertar las líneas previstas. Claro que puede ser nuestra mirada superficial, la que nos haga entender como aparente antitésis aquello que obedece a coherencias más profundas. Pero paradójico o no, el pensamiento poético de Guillén provoca la abierta sensación de un salto Prodigioso, donde el descubrimiento del mundo produce -en lugar del temblor-, la casi orgiástica comprensión del asentimiento vital.

Guillén se presenta -ya lo hemos visto- con una poesía de encasillamientos intelectuales. Todavía bajo la posible y frondosa sombra del simbolísmo busca, con implacable exactitud, los claroscuros de una ascética desnudez expresiva. A este respecto, Dámaso Alonso señala la vecindad de las lecciones del cubismo en el cuadro formativo de la poética guilleniana. Sea cierto o no, este influjo -aunque sólo fuere por razones de contemporaneidad-, las proposiciones de una pintura mental, como la cubista, registra posibles correspondencias con los poemas iniciales de Guilién.

Sin embargo, esas posibilidades de un abstraccionismo poético, supuesta ruta,de intrincadas racionalidades, no empuja a Guillén hacia los amenazadores desarraigos Cántico es un libro de inteligencia de la vida, de deslumbradas puntualizaciones, no una luminosa colección de claves sugeridoras, como han pretendido algunos. Cántico crece de manera semejante al granar de la vida. Como el desarrollo de la aventura humana, del bosque o de la Historia. En Soledades interrumpidas, se lee: Acogiendo aquel ansia l de historia con su selva.

La historia, por muchos cauces y anteojeras a que se le pretenda someter, suele concluir en el estallido de la jungla. En ese caminar, el Cántico se transforma en Clamor. Aparece el temblor de las voces en la imprecación trepidante de la poesía civil. Pero Guillén continúa siendo un poeta de esencias, casi algebráico en muchas de sus soluciones, -sometido -según sus palabras- a la agresión de lo absoluto.

Al recibir el reciente galardón otorgado por el conjunto de las academias hispánicas de la lengua quizás le hayan venido al recuerdo bastantes versos suyos. Y entre ellos los que proclaman: El amor está ahí, fiel Infinito I -No es posible el final-

La vida -el vivir con todas su circunstancias, sus cercos y sus pasmos- le ha salido al encuentro con la gratitud y la satisfacción de una deuda. Una vida que ampar los «ardores -escuetos- de lo absoluto».

Siempre lo absoluto. Guillén no quiere que su canto se desfleque por las tormentas existencialistas que el espíritu se deje arrebatar por el desmayo de los sentidos. Sus días y sus poemas -en una rigurosa lección- nacen y viven «bajo un rumor de números ardientes».

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