América, América
Nos guste o no, todos somos ya un poco americanos. La vieja Europa, condenada por sus achaques, salió mal parada de su segundo gran enfrentamiento con el fantasma de la guerra. Sus muchas ruinas le urgían a la reconstrucción, o más bien a la creación de un mundo moderno que enterrará, definitivamente, las dolorosas cenizas del pasado. Los Estados Unidos, con esa desfachatez que caracteriza a quien se sabe vencedor, hicieron alrededor de magnificencia, imponiendo, gustosos, su peculiar forma de la modernidad. Poco a poco, nuestro entorno se fue confundiendo con el suyo, en ese curioso pastiche que resulta de la unión entre los elementos que ellos suelen apropiarse de las tradiciones ajenas y esas aportaciones al progreso de los pueblos que, a modo de coca-cola y otras delicias por el estilo, alcanzan hoy los más recónditos lugares del globo. Así, dentro de poco, no será necesario desplazarse para gozar de Disneylandia.
El mundo del arte, como parece lógico, no es, en modo alguno, ajeno a este estado de cosas. Por una parte, la guerra supuso un período de profundas transformaciones en el panorama artístico americano. El exilio neoyorkino de los vanguardistas europeos fue sabiamente aprovechado por los pintores de ultramar que, en el contacto directo con aquellos «maestros» del surrealismo y la abstracción tan largo tiempo admirados, supieron curarse de una mala conciencia provinciana (injustificada si pensamos en un Hopper), que lastraba desde siempre a la pintura estadounidense, y reencontrar así el espíritu audaz del Armory Show. A ello debemos añadir que esta generación de jóvenes artistas, seguros de si, se vio inmersa en una evolución radical del mercado artístico, que le fue en extremo favorable, aun a costa de los muchos peligros que encerraba. De un lado, existía un fuerte proteccionismo por parte de la administración (exenciones de impuestos para iniciativas de tipo cultural, becas estatales del WPA y del G. I. BilI of Rights...); por otro, una notable ampliación del número de coleccionistas-inversionistas en las clases medias que, fascinados por la reinante mitología de la vanguardia, se desvivían, con un romanticismo cargado de interés, en ser los primeros en acceder al genio de pasado mañana. Todo ello forma el modelo primario del gigantesco increado artístico, tamaño Torre de Babel, que se ramifica hoy hasta nosotros con su particular aplicación del marketing a la Historia del Arte. Los pintores pronto se asustaron. Con ese puritanismo que caracteriza al status de bohemio, se sintieron en la obligación de huir de un increado de voracidad tal, que convierte toda búsqueda en moneda de curso legal toda nueva vía, en plácida academia tan sólo en los tres meses que separan una temporada de otra. Así se inicia una carrera desenfrenada de vanguardias paranoicas que se ven comprometidas a reinventar de continuo (con mucha frecuencia lo banal), sin percatarse de que ese monstruo, insaciable la persecución, las tiene, en realidad, atrapadas en su juego: que el temor les haga olvidarse del goce encerrado en la creación. Los mismos críticos que pretendían señalar la puerta de salida acaban también por caer en la trampa y se acusan mutuamente de vulgares cazatalentos al servicio del sistema.'
En la medida en que, por el mimetismo que marcan los tiempos, nosotros vivimos también el cliché americano, ésta es, más o menos, nuestra historia. De ahí la influencia que el expresionismo abstracto, el pop y las vanguardias posteriores han tenido en los pintores europeos. Heredábamos los problemas de una cultura impuesta y buscábamos también en el corazón de la hidra las soluciones que allí se aportaban. Somos deudores por igual de sus aciertos y sus errores. Pero la deuda es ya demasiado gravosa. Si en el canibalismo mutuo, en la continua renovación, hemos aprendido a reconocer las virtudes de la pluralidad, es hora ya de olvidar el asunto de las dependencias. América es hoy nuestro pasado como nosotros fuimos el suyo. En el momento del desengaño, cuando no estamos ya seguros de que los hiperrealistas sean mejores que Rothko, escoja cada cual el juego que más le divierta. Ninguno vale más que otro, sino en lo privado de la elección.
Babelia
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