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Seguimos bajo el lienzo americano

No estamos ni en el templo protestante que obsesionó durante años Mark Rothke ni en la sinagoga que proyecta Barnett Newman: ámbitos en que la pintura no encuentra obstáculo alguno. Menos aún en uno de esos lugares mágicos como es el pabellón que alberga las Ninfeas de Monet. Y no hablemos de ese santuario que, para bien y para mal, suele ser el estudio de un pintor americano. Vemos cuadros descontextualizados sobre paneles que en ocasiones han impedido la venida de mayores dimensiones.

Y sin embargo, ahí están los cuadros. Aunque es difícil eliminar una cierta (y lógica) actitud reverencial la pintura establece una relación nueva con nosotros, hay una intensidad infrecuente. Se revela el mirón donde parecía haber un contemplador activo (y viceversa), o el crítico y el palabrero allí donde parecía haber escritura. Por ende, tales puestas en cuestión nos remiten, si las leemos en una de terminada óptica, al hecho de que la pintura no es neutral. Que Marlborough y Cía organicen la rapiña de la herencia (económica) de Rothko, que los grandes nombres sean puramente museográficos y propagandísticos, que algunos sean menospreciados mientras otros constituyan mitos sin proporciones: todo esto suena a algo más que a problemas formales. Tal vez en toda la actual producción de sentido, tan sólo el rock sea un equivalente, por lo corporal de su cuestionamiento, por su huida de la cultura, entendida como negación de la vida, como asunto separado. Tal vez, como dice Marc Devade («La peinture vue d'en bas», en Peinture n.° 8/9), sea porque «una realidad nueva de la pintura que tenga un sentido revolucionario son las simples o complejas transformaciones formales las que a producirán, sino el no pintar, sino el paso del color a través y a partir de una práctica teórica total y diferenciada de subversión, de revolución del sujeto y de la comunidad social». En tal caso, sólo así entenderemos el anquilosamiento de la escuela en tópicos. Contestando a la sugerente pregunta de Sam Francis que encabeza este artículo, se trata ahora de entender los comos y los porqués de que aún yazcamos «bajo ese lienzo enorme».y de imaginarnos una vez más lo que hubiera podido ser la exposición: algo más importante aún, y más actual.

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América, América

Hace casi veinte años, en el verano de 1958, el entonces aún más escaso público artístico madrileño podía ver en el Museo de Arte Contemporáneo la muestra «La nueva pintura americana», organizada por el Museo de Arte Moderno de New York. Entonces si que hubo adecuación con el panorama real (o en cualquier caso, un desfase comprensible): Baziotes, Brooks, Sam Francis, Gorky, Gottlieb, Guston. Hartigan, Kline, de Kooning, Motherwell, Newman. Pollock, Rothko, Stamos, Still, Tomlin, Tworkov.

Unos cuantos maestros

El santuario maravilloso que es durante la exposición la sala de la Fundación March resulta difícil creerse que se sitúa veinte años después. Y la explicación es sencilla: se ha codificado de tal manera la situación, que han quedado acotados unos cuantos grandes maestros; entre los artistas que exponían en 1958, han sido seleccionados los más importantes, y se les han añadido algunos mínimal y cuatro o cinco pop. En nuestra opinión, no son lo grave las ausencias de artistas pop, o de hiperrrealistas. Lo grave es que sin la referencia (positiva o negativa) a un marco teórico (el de Greenberg, Rosenberg, etc.) y sin mostrar la pintura, las diversas pinturas que arrancan del expresionismo abstracto, y que suponen prolongación o crítica en la práctica de éste, se corre el peligro de consolidar entre el espectador una imagen estereotipada, institucionalizada y poco operativa de lo que ha sido el arte en Estados Unidos durante los últimos años. Hecho que la presencia de derivaciones tan contradictorias entre si hubiera evitado. Una lista mínima hoy en día hubiera sido: Agnes Martin. Elsworth Kelly, Robert Mangold. James Bishop. Brice Marden, Don Judd. Eva Hesse, Carl Andre. Robert Ryman. Larry Poons, Sol Lewitt.

La tendencia (expresionismo abstracto, action painting), no es este el lugar para discernir en el cúmulo de influencias que la provocan. Señalar en cualquier caso el papel de puente ejercido por los surrealistas Masson, Tanguy y Matta, y el suicidio de Arshile Gorky, como elemento fundamental de ruptura simbólica. Asimismo, frente a este elemento de automatismo psíquico que luego derivará en acción, ingredientes de color: la enseñanza Matisse que luego derivará en acción, ingredientes de color: la enseñanza Matisse que Rothko recoge de Milton Avery, y el acercamiento de los demás gracias a los cursos de Hoffmann.

Las distintas concepciones espaciales, latentes en la pintura un Tanguy y un Rothko, revelan un proceso por el cual los últimos elementos ilusionistas ceden ante una concepción del cuadro como espacio determinado por el color (Pleynet). Del mismo modo, el automatismo psíquico encuentra en PoIlock, una derivación en que no es ya el gesto libre de la mano del protagonista, sino el enfrentamiento del cuerpo con la tela, y la determinación de una pintura all over, que recubre toda la tela.

En los años de mayor apogeo de la tendencia, ya hay otra gente que no se contenta con lo adquirido. Una cierta dirección purista, en la que se prescinde del gesto y de la «composición». En una vía completamente diferente están los cuadros blancos de Rauschenberg, que antes de incorporarse al pop art, ronda los límites de la tendencia estudiada —no en vano su relación con el músico de «Silence», John Cage. Igualmente le ocurre a Jasper Johns: su diana expuesta aquí o sus mismas banderas hemos de leerlas más como pintura pura que como anécdota. Ya durante los años sesenta, los shaped canvas (telas «con formas») tendrán en Stella un valor de unificación respecto al cuadro: la superficie estaría determinada por la forma global. La idea de estructura podrá, a partir de ahí, desarrollarse libremente, en las primeras obras de Don Judd o Sol Lewitt. Es absurdo un entendimiento geométrico de figuras geométricas tan elementales. No son cuadros tecnológicos ni apabullantes de cientificidad; representan, más bien, una inversión de la tendencia.

Mientras, otros artistas no negarán el valor de la pulsión colorista o incluso del gesto. En la segunda y tercera generaciones, si un Ryman o una Agnes Martin se mantienen fieles a algunos supuestos de la tendencia, el nivel de no composición será superior. En cambio, un Bishop, constituirá el puente hacia la nueva abstración francesa.

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