"Este gran don Ramón..."
«Sólo en castellano se puede meditar a gritos», dijo una, vez Valle-Inclán, Lo dijo y lo cumplió. Así habría que comentar ahora, vociferando y gritando, la subida, finalmente, a nuestros escenarios de Los cuernos de don Friolera. (Y a sé: ha habido, salpicadamente, alguna que otra representación; paises entusiastas, semiclandestinos y vergonzantes un anecdotario que más bien sonroja). Cincuenta y cinco años de espera. No es una vergüenza. No es solamente una trilquidad. Es un despilfarro. Un gestro atroz, frente aun autor y una obra que hay que situar entre la media docena de maestrías europeas del siglo XX. Hemos recibido el expresionismo alemán, sin haber atendido a una creación autóctona del mismo rango; nos hemos inclinado ante la desaparición periférica del psicologismo, cuando ya Valle lo había pulverizado; hemos aprendido técnicas de distancia forasteras, sin haber mirado siquiera cómo funcionaban las propias. En fin...Ya están aquí, entre nosotros, Los cuernos de don Friolera. Aparte de volver una y otra vez sobre el tema, ¿qué se puede decir ahora?, ¿Cómo se puede comprimir en unas líneas el riquísimo venero de alegrías teatrales, confirmación de maravillosas sorpresas, estímulos y desafíos que se encierran en la activación de ese texto, tantas y tantas veces leído y examinado desde mil ángulos distintos? Estamos ante el esperpento, el gran esperpento, revelador de nuestra patria, de la cara desnuda de muchas de sus gentes, del horror de nuestros reflejos condicionados, de la risa seca y crujiente de un genio teatral, del dolor de ese hombre, de su talento, para reducir los males a unas fórmulas altamente representativas, de su capacidad para compendiar todas las artes, de su energía moral de sus propios sufrimientos caricaturizados.
Autor: Ramón del Valle-Inclán
Director: José Tamayo.Escenografía. Mari Pepa Estrada. Vestuarío: Víctor María Cortezó, Intérpretes: Mary Carmen Ramírez, Tota A Iba, Esperanza Grases, Antonio Garisa, Juan Diego, Francisco Portes, Alfonso Goda y José Salvador, entre otros. Teatro Bellas Artes.
Los cuernos de don Friolera es una denuncia de rango cervantino, goyesco, quevedesco, que se revuélve, ácidamente contra el casticismo rutinario de la temática de la honra hasta convertirlo en pura conciencia popular, casi pintoresca, emocionante en su vitalidad caricaturesca y, todo eso, reuniendo un increíble abanico de colosales fortalezas: fortaleza en el tema, que desemboca en un nuevo análisis de las cristalizadas visiones calderonianas; fortaleza en la Intriga, que maneja sin desmayo una implacable visión del contexto social; fortaleza en la información, que no permite evadirse de la rigurosa estructura; fortaleza en la económica construcción de los elementos dedramaturgia; fortaleza en el lenguaje, que subraya y crucifica; fortaleza en los enfoques, que no se permiten concesiones con la medicina ironizante.
Y piedad infinita piedad. («Don Estrafalario: ... El compadre Fidel es superior a Yago... espíritu mucho más cultivado, sólo trata de divertirse a esta de don Friolera». «Don Manolito: indudablemente, en la literatura aparecemos corno unos bárbaros sanguinarios. Luego se nos trata, y se ve que somos unos borregos»), Como don Estrafalario es el mismísimo Valle-Inclán es posible decir hoy, ante el hecho escénico de esta representación, que la rashomónica estructura de Los cuernos de don Friolera -peripecia vista desde las famosísimas tres alturas: por el bululú, altaneramente; por el escritor frontalmente-; por el ciego del romance, mitificadoramente- nos repite dos cosas de singular importancia. La primera, que el espejo deformante no era, claro está, generalizador, sino que seleccionaba muy bien a sus «víctimas». La segunda, que ese elogio del tabahque de muñecos «más sugestivo . que todo el retórico teatro español», está apuntando a una postujación de la «línea Lope» y un repudio de la «línea Calderón».
La cultísima devoción filial de Carlos del Valle-Inclán me ha llevado a un rápido viaje por los predios de Lope. En efecto: Santiago el Verde, lugar de las ferias del cuadro primero, es el título de una madrileñísima comedia de Lope. Pero hay más. Los cuernos de don Friolera es, en cierta manera, una versión genial del tema de Los comendadores. (Un lema, clásico: la venganza que el Veinticuatro de Córdoba Fernán Alfonso primer señor de Belmonte, tomó de su ofendido honor conyugal. La poesía popular y la culta se hicieron eco inmediato de los hechos. Lopel sobre un poema de Rufo -¡menudo romance! - atacó el tema de frente: el matador se presenta al Rey y recibe, entre otras cosas, una nueva mujer en premio. Oye, además, esta barbaridad: «Hónrase Córdoba más -que por Séneca y Lucano- de tener tal ciudadano»). Dejo aquí prendida la idea de que Valle-Inclán, el cultísimo Valle-Inclán, debía conocer todos los antecedentes literarios de ese terna. Su romance de ciego final es, realmente, una saludabilísima parodia de los finales laudatorios en tan «honradas,venganzas» y, muy en especial, del tratamiento cantado por Rufo y Lope de Vega.
La representación es una fiesta. Tamayo ha llenado el escenario de luz, para saludar la excursión andaluza de Valle-Inclán con todos los honores necesarios, a fin de aislar la idea del esperpento de cualquier imaginería tenebrosa. Una colaboradora entrañable y genial, mi muy encantadora paisana Mari Pepa Estrada, ha recreado con sus naives, medio nostálgicos, medio. crueles, las tiernas memorias de los colores andaluces. El altísimo rango pictórico de esta solución ha condicionado todo el montaje. Tamayo ha sido siempre un «clarificador» y, por supuesto, servidor del teatro de Valle. Como ha sido quien «trajo las gallinas» tenía que ser el rompeolas de los tardíos estrenos. Nunca, le pagaremos bastante su rabiosa honradez. Aquí ha visto un Valle popular y lo ha colocado en una instalación que reclama la apro bacíón y el aplauso mayoritarios. El reparto, es largo. E mbutidos en los irónicos estilizamientos de Víctor Cortezo desembocan los actóres en plena panoplia de entrañables fantoches. Todos lo vieron así. Las mujeres -una Mary Carmen Ramírez, deliciosa en su ingenuo «rompe y rasga»; una Tota Alba, corporeizadora ,de las brujas infantiles-; los hombres, con Garisa y Juan Diego a la cabeza. Eminente Garisa, en sus cavilaciones, sus inanidades, sus estereotipos, sus penas y sus automatismos. Penetrante Juan Diego, tan lúcido y dueño de los recursos, corporales como integrado en las grandes líneas de los buenos trabajos de, composición. Y Portes, Goda, Salvador..
Habrá que volver muchas veces sobre este espectáculo. No es concebible un teatro español contemporáneo hasta que no hayamos visto todo Valle-Inclán y asumido todo Valle-Inclán. Nuestra renovación, nuestra vitalidad teatral pasa «por ahí». Valle-Inclán es nuestro fuego purificador. No hay más cera que la que arde. Y no hay más remedio que quemarse.
Babelia
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