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Mahler, estudiado por Federico Sopeña

Cuando España se incorpora al resurreccionismo mahleriano, nuestro público carece de posibilidades bibliográficas sobre el personaje, sus conexiones y su preciso ambiente. Cierto que Salazar, por ejemplo, se ocupó en sus libros de Mahler, como de Bruckner, pero lo hizo desde una suma de lejanías: la de los pentagramas, la de los condicionamientos que los determinaron y la provocada por actitudes influyentes e imperantes que seguían vías muy distanciadas de Mahler. Tanto que lo hacían literalmente incomprensible. Todavía en La música moderna, de 1944, nuestro gran crítico viene a perdonarle la vida. -más o menos- al compositor de La canción de la tierra, única obra que Arbós dirigió a la Sinfónica, en 1924, entre todas las de Mahler. Turina, en su Enciclopedia, 1917, no encuentra lugar para Mahler y hemos de suponerle aludido en esas líneas que dicen: «Raff, Bruckner, Brahms y otros han escrito sinfonías siguiendo, paso a paso, la estructura beethoveniana, pero con una orquesta gris, brumosa y asfixiante, etc., etc.» No podía ser tampoco Mahler objeto de devoción por parte de Falla, aun cuando, de puertas adentro, analizara muy detenidamente algunas de sus partituras -entre ellas la citada Canción- con especial detención en el aspecto instrumental. La Historia de la Música que hemos estudiado varias promociones en el Conservatorio madrileño (1933) regala a Mahler una docena de líneas en las que se subraya su falta de genio, su impotencia para realizar los nobles ideales que el cerebro le dicta y sus pueriles intentos filosóficos.

Desvío

Por supuesto que no se trata de un peculiar desvío español. Claude Samuel destaca en su Panorama de la música contemporánea cómo «durante mucho tiempo fue (Mahler) condenadó, ex cathedra, por los musicólogos franceses más eminentes, con completo conocimiento de causa: desde 1920 a 1950 su nombre apareció solamente cuatro veces en los programas de conciertos parisienses.» Resultará ocioso recordar que, para bien y para mal, la música española se movía en la órbita de la francesa. A decir verdad, tampoco los musicólogos alemanes hicieron demasiado favor a Mahler cuando, en pretendida actitud positiva y exaltatoria, ponían muy por encima de la obra al hombre. En definitiva nuestros comentaristas, ayunos de conocimiento directo de las obras, echaron mano de los tópicos escritos aquí y allá. Tan claro es esto que cuanto escribe Schönberg en su Mahler-Vortrag (1912) para refutar las críticas a Mahler podría aplicarse, ce por be, a las opiniones de los críticos españoles.

Así pues, cuando, más o menos al mismo tiempo que en Francia, se inicia la recuperación de la obra de Wagner, entre nosotros no existen para el lector deseoso de información más textos castellanos capaces de alguna orientación que ciertos artículos de Zweig o de Werfel incluidos en obras generales traducidas al castellano.

Un libro mahleriano

Había que detenerse en las anteriores consideraciones para valorar más justamente los Estudios sobre Mahler recién publicados por Federico Sopeña y bellamente editados por la Comisaría de la Música. No sólo por el interés intrínseco de estas cien páginas apretadas de contenido, sino por cuanto rematan un proceso iniciado por Sopeña en artículos y conferencias y que dieron lugar, en el momento exacto, 1960, a la aparición de la Introducción a Mahler, que publicara Rialp. Con toda su brevedad, pero también con todo su buen sentido, Sopeña evitó que el melómano español se enfrentase «desarmado» con la obra mahleriana.

Luego, la pasión de Sopeña por el tema no ha cesado, en una actitud que recuerda la de Schönberg cuando escuchó la Segunda sinfonía: «Quedé subyugado, especialmente en ciertos pasajes, con una excitación que se manifestaba incluso físicamente en el violento latir de mi corazón». Impresión que el creador del dodecafonismo considera, en definitiva, más Importante que cualquier análisis técnico minucioso. «Después de todo -escribe- esta obra había ejercido sobre mi una impresión desconocida, a la vez que me deleitaba con una involuntaria compenetración».

Sopeña, conmovido y compenetrado inconscientemente con la música de Mahler a lo largo de su asiduidad vienesa, realizó muy conscientemente un largo proceso de penetración. No se trata de analizar estructuras composicionales, sino de descubrir el interior de estos mundos sonoros cuya compleja significación es fruto de su identificación con circunstancias éticas, estéticas, históricas, políticas y sociales de largo alcance. La música de Mahler aparece, entonces, situada en el vértice de un ángulo conflictivo, cada uno de cuyos lados podría significar la aceptación y el rechazo de su entorno: la «época de la seguridad». Con verdadera sagacidad, Sopeña recomienda, entre la bibliografía mahleriana traducida al español, dos obras precisas: La Viena de Wittgestain, de Janik y Toulmin y las Variaciones psicoanalíticas sobre un tema de Mahler, de Reik. Ambas constituyen seguros apoyos para «penetrar» en la música y hasta en el « caso Mahler», pero si pensamos que cuando Sopeña traza la mayor parte de su libro, con destino a los programas de la Orquesta Nacional, la segunda obra no ha aparecido, convendremos, en la lucidez y en los excelentes resultados de nuestro autor.

Vivido el fenómeno como actualidad alimentada desde el disco y el cine, Sopeña escribe para lectores muy próximos. Su libro no es, pues, meditación solitaria, sino en el proceso, pero no en el fin. Está escrito para muchos que lo necesitaban. Cuando lo hayan tenido entre sus manos se habrán dado cuenta que, incluso, les era urgente. De ahí que lo que cualquier despistado pueda considerar especulativo se torne en actual utilidad. Sirva de formidable ejemplo el lúcido ensayo sobre Visconti-Mahler, serio intento de explicar no ya un enigma sino la suma de dos. Aún podría añadirse un tercero: Venecia, la Venecia fantasmagórica escogida por Mann como único escenario posible para una muerte y adivinada: plásticamente por Visconti -genio latino- a través de la música de Mahler. No. No es exactamente Mahler el protagonista, pero su música y mucha de su problematicidad eran tan necesarias para el film como Venecia lo fue para la narración de Thomas Mann.

Sopeña ha escrito no sólo un libro sobre Mahler, perfectamente articulado, sino en mayor medida un libro mahleriano. Desde la identificación se ve todo más claro. Y a los Escritos, de Sopeña, le suceden como a la música de Mahler. Es inútil (o sería, si razón hubiere) tratar de analizarlos cuando, desde las primeras páginas, han tirado de nosotros, nos han subyugado. Creo, sinceramente, que estamos ante la mejor consecución de Sopeña como «crítico creador».

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