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Centros educativos
Tribuna
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La batalla contra la desinformación también se libra en la escuela

La educación actual se desenvuelve en medio de un territorio mediático inhóspito, convulso e inusual que precisa de la máxima implicación de todos sus profesionales

Alumnos en un instituto público valenciano en 2024.
Alumnos en un instituto público valenciano en 2024.Mònica Torres

Hace unos días observaba atónito cómo uno de mis estudiantes realizaba una actividad escolar en uno de los ordenadores disponibles del centro (en teoría protegidos por un entorno digital seguro) y mientras, en bucle, se reproducía, incrustado en una página educativa, un vídeo de un mitin de Donald Trump. Si esto ocurre en entornos a priori fiables, ¿qué puede pasar en los tiempos y espacios donde se mueven nuestros jóvenes en sus ratos libres con móviles y otros dispositivos?

Vivimos una era compleja en la que la escuela no puede quedar al margen de la educación de la ciudadanía contra la desinformación. Los hechos contrastados sucumben ante el poder seductor de las opiniones, de los juicios personales que enmascaran de verdad y de un permanente trasfondo sensacionalista que, una vez más, nos alertan del enorme poder que tienen las palabras y lo icónico en la sociedad de la información. Rodeados de teorías conspiranoicas, de exaltación permanente de lo emocional y de la proliferación de creencias que sólo buscan generar impacto, la educación actual se desenvuelve en medio de un territorio mediático inhóspito, convulso e inusual que precisa de la máxima implicación de todos sus profesionales.

El filósofo Emilio Lledó, en Sobre la educación (2018), mantiene que en el mundo contemporáneo “no se trata solo de poder decir, de poder expresarse, sino de poder pensar, de aprender a saber pensar para, efectivamente, tener algo que decir”. La escuela, en su despliegue curricular, tiene hoy esa misión crucial: la de enseñar a las generaciones actuales de jóvenes a tener algo que decir.

Según la última encuesta del CIS, las posiciones extremistas sólo suponen un problema para poco más de un cinco por ciento de los españoles. La población parece sentirse a gusto en el campo de minas que supone la polarización y la crispación social, o como mínimo, está acostumbrada a ello. ¿En qué momento hemos normalizado que los discursos de odio penetren en nuestras casas a través de canales, redes y medios de comunicación mientras lo contemplamos con parsimonia?

Quienes no nos conformamos con ser espectadores pasivos como si estuviésemos dentro de El show de Truman, creemos firmemente en la trascendencia que tiene en el momento actual el artículo 27 de la Constitución Española. Este dicta que todos tienen derecho a recibir una educación proporcionada por el Estado que tenga por objeto “el libre desarrollo de la personalidad en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales”.

Si impera este nuevo orden público y social y las grandes narrativas cambian de marco hacia la preponderancia de los populismos y el permanente goteo de discursos radicalistas —muchos de ellos contra los derechos humanos—, la escuela tendrá algo que decir. Así, no puede entenderse el sistema educativo actual sin el pensamiento crítico como competencia esencial en la educación del siglo XXI. Una nueva forma de criticidad que también reaccione contra, por ejemplo, los procesos de autocensura que viven muchos departamentos de Lengua y Literatura en lo referente a la elección de obras literarias u otros textos que tratan de valores y diversidad porque impera el reino del miedo en cuanto al respeto a las identidades y la denuncia de cualquier forma de supremacismo cultural.

En toda esta batalla contra la desinformación, el profesorado y la educación pública tienen que erigirse como las autoridades del conocimiento y el saber que representan. En una permanente puesta en duda de lo académico y lo científico, llega el turno de trabajar más a fondo que nunca en las aulas de la enseñanza obligatoria el reconocimiento de la calidad de las fuentes, la identificación de sesgos, la diferencia entre información y opinión, la distinción de las falacias más habituales y el desarrollo de los argumentos sólidos frente a la superficialidad de las valoraciones sin fundamento.

La neutralidad o la inoperancia de la escuela en la lucha contra las noticias falsas y la desinformación supone una quiebra del cometido principal de la educación pública: preparar a los jóvenes para que se incorporen activamente y con madurez a una sociedad cada vez más compleja. Una sociedad que se asemeja a la que muestra la reciente serie francesa La fiebre. En ella, un suceso aislado relacionado con el mundo del fútbol desemboca, por su tratamiento informativo y mediático, en una confrontación nacional que divide al país, tensa las relaciones sociales, dispara el interés por la polémica y distorsiona la realidad sobre la diversidad cultural, así como las diferentes posiciones que se pueden adoptar frente a la problemática del racismo. ¿Esa es la sociedad manipulable que queremos para nuestros hijos e hijas?

Mantiene Carol Hanisch, que “lo personal es político”. El rol de las nuevas políticas educativas tiene que interrogarse sobre qué desarrollo personal es el que pretende para las generaciones futuras de ciudadanos y ciudadanas. Preguntarse, por ejemplo, si la gente a pie de calle es capaz de distinguir entre la autoridad moral o científica de las instituciones públicas que velan por la protección a través de la divulgación seria, por un lado, y el espectáculo hipermodernista basado en experiencias emocionales de los llamados influencers que se mueven como pez en el agua en redes sociales como Instagram o TikTok, por otro.

Las comunidades educativas es posible que no sean conscientes del papel que podría jugar la escuela para cambiar las cosas. Es preocupante que, según el informe PISA 2022: Pensamiento Creativo, casi la mitad del alumnado de nuestro país cree que la inteligencia creativa es algo que se tiene de partida o no se tiene, y no se puede cambiar demasiado en la persona. Ante este panorama, es normal que nuestros jóvenes se dejen llevar por lo que los demás les dicen sobre cualquier hecho o realidad. Bajo el mandato de la desinformación, cualquier mentira puede ser creíble.

En medio de esta batalla contra las fakes news y por la posesión de la verdad, resulta clave recuperar el poder que tiene el aprendizaje sobre la modificación de los comportamientos de los individuos. Para ello, el eje de las prácticas escolares debe estar sustentado sobre la generación de ideas contrastadas en cualquier área o materia, el análisis crítico de información, los concursos de debates u oratoria y la planificación de proyectos cooperativos que incluyan formas de investigación guiada a partir de fuentes adicionales (hipervínculos, referencias…). Se trata de educar en el pensamiento crítico como prioridad compartida.

Todo ello para hacer de la principal competencia escolar aquella que es plenamente existencial. La que se asienta en la premisa de que estamos, de forma permanente y aunque no nos demos cuenta, utilizados por el lenguaje. Y para ganar esta batalla, la escuela debe liderar la posibilidad de reinventarlo, de poseerlo otra vez para que el humanismo y la ciencia vuelvan a ocupar el territorio público que nunca se debió abandonar.

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