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Amnistía para la palabra

Recientemente, desde las páginas de este mismo diario Aranguren respondía a las preguntas que se le hacían con motivo de su reposición en la cátedra universitaria, de la que fue «exiliado» hace diez años. Allí mismo se recordaba que, a más de los exilios obligatoriamente padecidos a este respecto por él mismo, García Calvo y Tierno Galván, quedaba pendiente el caso del catedrático auto-exiliado Jose María Valverde, profesor de Estética Literaria en la Universidad de Barcelona. Valverde comprendió que no podía haber estética sin ética (asignatura enseñada por Aranguren) y con simplicidad machadiana se fue al otro lado del Atlántico «ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar». Hace aproximadamente un año J. M. Valverde me enviaba, desde su auto-exilio canadiense, un haz de poemas espléndidos, bajo el título Ser de la Palabra. A través de ellos pude comprender lo difícil que es el exilio de la palabra, sobre todo para uno que se ha consustancializado con ella.

Maduro ya de edad y de poesía,

te has mudado a un país de lengua ajena,

y no es vivir. Lo que ellos aquí dicen,

como respirar fácil, rico, exacto,

tú intentas remediarlo, con esfuerzo,

y oyes tu voz, ridícula y extraña,

fallar lo que aquí un niño siempre acierta,

hasta acabar diciendo algo no tuyo...

En vano te sonríen los demás,

corteses, y aún amigos, animándote

desde la lengua en que ellos son los amos:

no aciertas a quererles: se te olvidan:

el fondo de tu espíritu no late

si no vive en la lengua que es tu historia.

Sin embargo, el poeta Valverde ha sabido sacarle jugo a este desajuste de la palabra, que le ha proporcionado el alejamiento de sus propias raíces vitales. Y así termina sus poemas, dándole vueltas a esa palabra que para él (y para tantos) es tan importante: Dios.

Y muchos que ni quieren oír la palabra

«Dios», gastada, sucia, hecha un látigo o una piedra para

[terror del hombre, quizá sean creyentes y santos ante otra secreta faz divina.

Por eso, nos alegramos enormemente cuando acabamos de oír que también José María Valverde, el catedrático y poeta auto-exiliado, volvería a su cátedra de Estética, en Barcelona, para el próximo curso. Esta amnistía a la palabra no solamente la necesitaba el propio poeta, sino este país nuestro que durante años ha callado tanto y que de pronto se ha puesto a gritar con grave peligro de enronquecer. No importa que Valverde haya encontrado, en su hondura mística, la sublime compensación producida por el difícil true que de la palabra nativa por otra que ya no se puede asimilar y que no puede servir de cauce para la expresión vital. No; a Valverde lo necesita la Universidad española y, todavía más, el pueblo español, que está falto de voces que lo interpreten sin el menor interés egoísta y con absoluta gratuidad.

Valverde tiene que hablar con su lenguaje, que es el nuestro, y nos tiene que espolear desde la pureza de su altura paradójicamente popular, como rezan estas líneas de su último poema:

Hablar de veras es, sin querer, entrar en el más ancho juego,

en la vasta armazón del que habla con sus raíces oscuras y ajenas.

Déjate llevar de la mano por el gran ángel del lenguaje,

cree en tu propia palabra, la de todos, y ya estarás

salvando en la red del hablar, volcado hacia el gran oído

donde todo lenguaje, carne de memoria, ha de ser recordado.

El mismo profesor Aranguren nos acaba de decir, desde las columnas de este diario, que es imposible mantener la democracia sin un fuerte sentido moral. El caso Valverde es una confirmación de ello: él, ante la expulsión de la ética del ámbito universitario, supo cerrar su boca pacientemente y conservar así la dignidad de la palabra. Hoy vuelven del exilio la ética y la palabra.

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