La libertad espectacular en el mundo de los festivales
Somos tan peculiares que hemos hecho, en general, de los cafés-teatro, lugares de expresión residual, erotismo menor o burda crítica alicorta. También nuestros festivales, comparativamente con lo que sucede por ahí, tienen una flojera que indigna. Pero, de una u otra manera, es la época y ocasión en que entra aire en nuestro mundo dramático. Seducidos -u obligados- por el lugar y el paisaje, nuestros hombres de teatro ajustan, mejor o peor, sus cuadernos de montaje a los espacios libres y abiertos. Convendría que esta nueva dimensión durase algo más que los calores del estío. Porque, sencillamente, esa dimensión es vital.En principio, espectáculo -de spectaculum, aspecto, y spectare, mirar- es una palabra que dispone los ojos en estado de alerta, prestos a lanzar las, miradas a la búsqueda de alguna aparición corpulenta, tentadora, hermosa y gesticulante. No debe apurarse la analogía entre espectáculo y teatro. A decir verdad, la palabra espectáculo es más ancha y fértil que la palabra teatro, porque actúa sobre un conjunto de manifestaciones que van desde las piruetas toscas y primitivas de los saltibanquis hasta los refinamientos y reflexiones de un teatro empeñado en dirigirse, a la vez, a la imaginación, a los ojos, a la inteligencia y a los sentidos.
El circo, el desfile, la corrida de toros, el deporte de masas, la pantomima, la marioneta, las prestidigitaciones, las variedades, los fuegos artificiales, las carreras, las fuentes luminosas, las cabalgatas, pertenecen al mundo del espectáculo, sin que sus seguros efectos sobre la multitud permitan incorporar el escenario en que se desarrollan a la verdadera historia del teatro. Y, no obstante, todos los intentos dramáticos de carácter espectacular han sido precedidos y acompañados por un buen número de estas creaciones de plazuela, creaciones no literarias, creaciones inarginadas de los misterios teatrales, pero espectáculos puros, espectáculos indudables que, con distinto esplendor, van desde los cánticos, la corística y las danzas griegas a las bacanales y lupercales romanas, al funambulismo, las bufonadas, el combate de gladiadores o la carrera de automóviles.
No debe apurarse la analogía, pero tampoco debe despreciarse. En rigor, lo que se aprende en nuestros festivales veraniegoses que el perímetro del puro dominio teatral se entreabre con bastante frecuencia a las aguas del espectáculo, y éstas, a su vez, disuelven parte de sus encantos en la formalidad de las más altas y severas representaciones. Ha sido siempre así. En Atenas y en Roma, junto a Sófocles o a Terencio, germinó una larga teoría de espectáculos menores confiados a los stolidi y a los moriones, pequeños monstruos estúpidos, antecedentes de la bufonería. Los mismos, saltimbanquis, histriones, funámbulos, sanniones y mimi de la cerámica y los mosaicos antiguos son notorios antepasados de los zanni y los arlrquines. Teatro es, cabalgado plenamente por la máxima espectacularidad, el mundo soñador de los dramas religiosos medievales representados en Santa Sofía, en Estrasburgo, en Elche o en la América flamante. Teatro espectacular son las fiestas reales de las cortes de Francia, España o Inglaterra. Teatro y espectáculo, el de los joculatore, los gogliardi, los delusore, desgañitándose ante el pueblo en las plazas públicas de Florencia, Londres, París o Sevilla.
Teatro, más allá de la escritura
Estas manifestaciones burbujeantes de un mundo de ideaciones espectaculares, adscrito al teatro, pero no a sus textos dramáticos, evidencian que ciertos fenómenos provocables por una representación están fuera del alcance de la escritura de una acción. Las grandes cumbres de la historia del teatro -la griega, la inglesa isabelina, el siglo XVII de España y Francia, la transición nórdica del siglo pasado al presente- parecen nacer y depender tanto de las individualidades literarias como de una corrección y alteración en las leyes y condicionados del espectáculo. Así Esquilo, Sófocles, Eurípides y Aristófanes se vinculan al gran teatro de aire libre; Shakespeare se expresa en el medio circo isabelino; Moliére escribe para una corte enamorada del lujo; Lope de Vega habla en un corral turbulento; Ibsen indaga en el interior de una caja ilusionista. Está la prueba de que la representación no es sólo una ordenada emisión de sonidos a cargo de un grupo de actores. La prueba de que desde los tiempos primitivos el teatro ha tratado de entrar por los ojos cargado de máscaras, trajes, decorados y bailes. Cierto que, a veces, esta pretensión ha recabado nuevos principios en la escritura. El expresionismo no hubiese sido posible sin la amable colaboración de la versátil luz eléctrica. Pero se diría que el empujón espectacular tiende siempre, o casi siempre, a avergonzar un poco a los autores. Es que, por otra parte, los grandes triunfos de la escenografía están demasiado en relación con la decadencia del teatro griego, con la muerte de Shakespeare, con la desaparición de los grandes autores realistas. Quizá se deba todo a una cierta tensión creadora de los directores que tratan de reforzar el acto teatral, en las etapas de enflaquecimiento literario, amplificando el énfasis de los montajes. Pero ello no debe ocultar el hecho, subrayado por Krutch, de que «los autores cuyos nombres reaparecen más persistentemente en cualquier discusión acerca de los logros posiblemente permanentes del teatro contemporáneo son aquellos en cuya obra es más patente el elemento formal».
Este elemento formal busca dar entrada, en nuestro tiempo, a ciertas espectacularidades solicitadas directamente por los nuevos textos, que tratan de acordarse con la eterna frescura y puerilidad del hombre convertido en espectador. Naturalmente, este lado espectacular de los textos dramáticos contemporáneos está definido por las coordenadas del tiempo presente. Ningún autor puede hoy soñar con la recreación del tipo de teatro que gustó a las cortes de Luis XIV, de Luis XV, de los Estuardo o de los Tudor. Watteau, Boucher, Iñigo Jones o David desaparecieron con sus contemporáneos. La ordenación del espectáculo en nuestro tiempo es de tono relativa mente más humilde. Había mucho de magia bárbara en la grandilocuencia de los enormes montajes barrocos. Pero hay algo más que razonable en la aspiración actual a devolver al teatro muchos datos visuales, muchos estímulos colorantes perdidos en las etapas de absoluto predominio de la palabra. De ahí nace la tensión entre los partidarios de una excluyente primacía de la palabra y los defensores de unas imágenes dramáticas muy magnificadas.
La preeminencia del autor, amenazada
André Veistein, en una sabia tesis doctoral, ha agrupado lúcidamente los pro y contra de esta marea que amenaza la preeminencia de la posición teatral de los autores. En el censo se encajan las tentativas de Gordon Craig, de Baty y de Artaud para demostrar que el teatro ha nacido de la danza, del movimiento del cuerpo humano y no de la poesía, justificando así la autenticidad de la forma espectacular y su rango de superior jerarquía sobre la literaria; las investigaciones de Gaston Baty, Jouvet y Javier de Courville para demostrar la importancia de la forma escénica en todos los grandes períodos del arte dramático y, por consecuencia, el interés que presenta una reconsideración de los efectos plásticos y coreográficos, en la línea de los grandes misterios medievales, de la comedia del arte y de los antiguos teatros orientales; las reacciones de Meyerhold, de Reinhard y de Tairoff contra la asimilación del teatro a un género literario, fundando en los Medios escénicos la especificidad del arte teatral; los planteamientos todos que aspiran a reformar la estructura total, la técnica del montaje o las condiciones en que es contemplado un espectáculo. Así, Appia, Craig, Piscator y Baty han excluido o limitado la contribución del texto; Antoine redujo la libertad de los intérpretes; Copeau y Meyerhold recortaron la importancia de los decorados; Stanislavsky y Jouvet se alzaron contra el vedetismo; Tairov y Pitoeff protestaron contra la intrusión en el teatro de las técnicas pictóricas; y, así, cierto número de directores -con Gémier a la cabeza- buscan fórmulas innovadoras de orden arquitectónico o escénico, modificando incluso los dispositivos clásicos -la foa del escenarit, la función del telón, la relación sala, escena, etc- y aún la disciplina del público, exigiendo de los espectadores una forma de participación más intensa y completa, mediante el uso de, escenarios circulares, teatros redondos y formas variadas de ruptura de la famosa cuarta pared. En vista de la raquítica inventiva de nuestro teatro de invierno, podrían ser los festivales veraniegos los encargados de tener en cuenta todo eso. Ellos disponen de una libertad que seguramente no está al alcance de nuestros responsables del teatro regular. La verdad es que cuando Fouquet encargó a Molière un entretenimiento para sus jardines de Vaux-le-Vicomte, el grandísimo autor pudo organizar la representación pura y simple de uno de sus grandes textos ejemplares. En vez de ello llamó al ingenioso maquinista Torelli, a Le Brun y a Lully, preparó la primera comedia-ballet que se conoce y ganó el favor real y el de los espectadores. El teatro es un espectáculo.
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