El esperpéntico matrimonio del Pingajo y la Fandanga
La situación teatral de Barcelona, tal como ha sido estudiada en estas páginas -EL PAIS, domingos 8 y 15 de agosto-, representa en definitiva el surgimiento de unas formas autogestionarias frente a la indolencia, el abandono y la pasividad del sector comercial. Debe añadirse ahora que las necesidades laborales y los pensamientos sociocríticos de las gentes de teatro implicadas han permitido que las salidas articuladas hagan posible el abordaje de espectáculos de gran pretensión y tonelaje. El más singular de entre ellos ha sido el montaje de las Bodas que fueron famosas del Pingajo y la Fandanga, de José María Rodríguez Méndez, estrenado en el patio del Colegio Joaquim Ruyra, de Hospitalet. Y representado, seguidamente, en el teatro griego de Montjuich, como parte, en ambos casos, de las temporadas populares de teatro.Importante texto, excelente montaje, rica interpretación, espléndido espectáculo. Madrileño, enraizado en Barcelona, Rodríguez Méndez es uno de nuestros más grandes autores contemporáneos. Su quincena de títulos tiene una constante ética: la denuncia; otra, formal: la imaginación; otra, técnica: la capacidad dramática; otra, ética: la piedad. Todas ellas estaban presentes en sus títulos más conocidos -Vagones de madera, Los inocentes de la Moncloa o La vendimia de Francia- y todas confluyen en este admirable texto de las Bodas que fueron famosas del Pingajo y la Fandanga, que ha tardado once años en estrenarse.
Bodas que fueron famosas del Pingajo y la Fandanga,
de José María Rodríguez Méndez. Dirección: José Sanchis y Sergi Schaaf. Producción: «Assemblea d'actors i directors de Barcelona». Escenografía y vestuario: Ramón B. Ivars y Nieves López-Llauder. Principales intérpreles: Luis Fentón y Magüi Mira. En el patio del Colegio «Joaquim Ruyra», de Hospitalet.
¿Por qué? Entre otras razones, porque el indiscutible valleinclanismo de Rodríguez Méndez le proyecta más allá del teatro de denuncia al uso. El voluntarismo banal de los menos dotados de nuestros politizados autores suele ofrecernos un pobre y corto muestrario de obvias denuncias, superficiales y reiterativas. Rodríguez Méndez -como Valle- penetra declaradamente entre las gentes oscuras para iluminar unas vidas marginadas e incluso, si se quiere, arcaicas. Su pongo que es suya la clarificación de intenciones aparecida en el programa del Griego. Ha llegado a mis manos después de presenciar el estreno en Hospitalet, entre un publico popular. entusiasta y participante. «En efecto: en la obra no aparecen las dos grandes fuerzas sociales que articulan la dinámica histórica del momento en que transcurre la acción. Ni la burguesía ni el proletariado hacen su aparición en el texto. El conflicto se desarrolla, en cambio, entre dos sectores en cierto modo estáticos -por su inmovilismo y su permanencia más allá de los avatares de la lucha de clases- y, también en cierto modo, derivados, secundarios con relación a los principales protagonistas del conflicto social, es decir, el capital y el trabajo. (Anoto aquí que la época es el 98, contemplado sin énfasis. La esperpéntica visión del autor aleja la vida oficial, la limita, la recuerda burlona y tristemente e impide el asainetamiento y la frivolización folklorizante.)
Estos dos sectores son:
A) Un subproletariado marginal, improductivo, desvinculado de las aspiraciones y reivindicaciones de la clase obrera, que actúa irreflexivamente con vistas a lo inmediato, sin visión de futuro y casi miope ante la realidad presente, a impulsos de deseos concretos y fugaces: el goce, la comida, la bebida, la ostentación... (En efecto, el pobre Pingajo nace, vive y muere sin comprender lo que le sucede. Su hambre y su lujuria sobreflotan a la sociedad finalista del derrumbamiento colonial. Pingajo es un miserable que sigue miserable aunque se disfrace y que se estrella una y otra vez contra las secas tapias del orden establecido.)
B) Un supersistema de poder y coerción al servicio del orden establecido y de los intereses de las clases dominantes, que actúa implacablemente para perpetuar el pasado en nombre de unos principios abstractos e intemporales: la propiedad, la ley, la autoridad. la justicia... (Supersistema críticamente contemplado por el autor, casi con la óptica del Pingajo y la Fandanga; es decir, desnudo de sus apariencias mayestáticas, abultadamente visto, denunciado, transpuesto al callejón del gato.)
Teatro, pues, que habla, en definitiva, de gentes oprimidas. Nada menos. Teatro que, como en los mejores esperpentos, no esperpentiza a todos por igual, sino que guarda ternuras y delicadezas, comprensión y piedad para quienes están del lado débil y suficiente. Teatro, sobre todo, espléndidamente escrito, en todos los sentidos: escritura de comunicación total.
Veintiséis actores se multiplican para hacer más de sesenta personajes. El amplio espacio escénico se transforma con facilidad y sencillez, atento unas veces a soluciones expresionistas y otras al desarrollo de un naturalismo intencionado y crítico. Es excelente la composición y distribución de ese espacio. En él se mueven los actores con gestos enérgicos y, lógicamente, extremados. Hay que hablar en esas condiciones. Todos hablan, en general. Casi todos distancian, además, levemente, sus interpretaciones. Algún inevitable asainetamiento debe cargarse a la necesidad de componer que pide a todos el texto de Rodríguez Méndez. En Luis Fentón, Magüi Mira, Esperanza Navarro, María Espinosa e Iván Tubau recaen las mayores responsabilidades. Pero nadie pierde el tono en este riguroso trabajo de equipo. Es muy agradable señalar que en esta aventurada fórmula de autogestión que los actores de Barcelona han puesto en marcha nadie olvidó la pretensión final e insoslayable de cualquier hecho dramático: el trabajo bien hecho.
Babelia
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