Los últimos días de Saigón/y 7
En esta mañana, para hacer frente a las divisiones norvietnamitas, ya no queda ningún ejército organizado, apenas algunos elementos dispersos que todavía pelean, pero sin esperanzas, por el honor, porque se trata de soldados que no pueden ni quieren aceptar la dictadura de los norteños.En eso reside el episodio del Sur. Arranca ya desde la época de los franceses (la República de Cochinchina) y no ha cesado de afirmarse durante los veinte años en que Norte y Sur han permanecido separados, transformándose cada uno de ellos en un planeta diferente, con el solo nexo, muy frágil, del GRP, en el cual se cree únicamente en París.
El GRP es una ficción militar. Vietnam del Sur, según el catecismo marxista, debe liberarse por sí mismo, con sus propios guerrilleros. Por obra y gracia del Comité Central, en Hanoi, han sido bautizadas GRP veinticuatro divisiones norteñas y un cierto número de milicias populares que ascienden, en algunas regiones, al cincuenta por ciento y en otras al ochenta por ciento, constituidas por «guerrilleros»,venidos de Hanoi. Todo el plan ha nacido en el Norte.
Es una ficción política similar a la de ese pretendido Frente Nacional que debe agrupar a todas las clases y tendencias de Vietnam del Sur. Al margen de Nguyen Huu Tho, no se conoce a uno solo de sus miembros que no sea comunista. Verdaderos comunistas. No como en Moscú, burócratas que gozan de numerosos privilegios y forman una nueva clase. Son monjes-soldados viviendo exclusivamente para el partido, que pesa más que cualquier otra cosa: el confort, el bienestar o la familia.
Un partido, más bien un ejército, un pueblo entero en uniforme que está en la guerra desde hace treinta años y que ha sido condicionado enteramente a esta guerra.
Un viejo amigo vietnamita, periodista de oficio, ha venido a levantarme de la cama. Me dice:
-Si yo pudiera convencerme de que el GRP existe, de que durante algunos años mantendrá aquí, en el Sur, la apariencia de un Estado democrático, de que podremos esperar, si somos sensatos, visas de salida para Francia, entonces...
-Entonces te quedarías...
-Me quedaría de todas maneras. No quiero, ingresando en un campamento, que los norteamericanos me fumiguen con DDT como un animal piojoso, como si tuviese pulgas u oliese mal. Parece que es lo que están haciendo en Filipinas. Para los norteamericanos seguiremos oliendo siempre mal. Tenemos un olor insoportable, que no podrán eliminar, que es el de la derrota. Quiero quedarme, aun dudando de que exista el GRP, sabiendo que vamos a ser ocupados por los de Hanoi, sometidos a su administración, que seré obligado, a mi edad, a volver a la escuela y abandonar mi profesión. Porque en un país comunista un periodista no existe. No hay más que propagandistas entregados al dictado de los dirigentes del Comité Central. Saigón quedará reducida al papel de una capital de provincia. Ni siquiera se la necesitará como puerto; los norteamericanos nos han dejado en Cam Ranh un puerto de aguas profundas.
Se encoge de hombros:
-Para aceptar el porvenir de un exiliado se necesita ser muy joven o muy rico. No soy más lo primero ni seré nunca lo segundo. ¿Sabes que en las farmacias que todavía han abierto esta mañana ya no se encuentran somníferos? Los han acaparado.
-¿Te parece que no están suficientemente dormidos?
Muestra esa risita de matraca que le agita la pera:
-Es para el último sueño. ¡Ah! ¡Si el GRP existiese! ¡Sise pudiese creerlo!
El «gran» Minh termina por firmar su Gobierno. Se compondrá, básicamente, de dos hombres: Nguyen Van Huyen, un católico moderado conocido por su gran honestidad y su rigor moral, que será vicepresidente de la República, y Vu Van Mau, un senador budista creador de un Frente de Reconciliación, licenciado en Derecho, que será presidente del Concejo.
Demasiado tarde. El GRP acaba de hacer saber en París (donde parece que tiene su sede) que «después de la partida del traidor Nguyen Van Thieu, los que lo reemplazan, o sea la pandilla de Duong Van Minh, Nguyen Van Huyen y Vu Van Mau, se obstinan en prolongar la guerra tratando de conservar el territorio que les queda a través de una negociación. Está claro que esa pandilla continúa en su obstinación de prolongar la guerra en la esperanza de mantener el neocolonialismo norteamericano. Nadie puede, sin embargo, engañarse. Los combates no cesarán hasta que todas las tropas de Saigón hayan depuesto sus armas y todas las naves de guerra norteamericanas hayan abandonado las aguas de Vietnam del Sur. Nuestras dos condiciones deben acatarse para que cese el fuego. Hasta ahora no ha sido así ».
El GRP, siempre desde París, anuncia que «la población saigonesa se subleva en masa contra las autoridades» y que «los soldados saigoneses dejan sus armas y se rinden».
Yo, que estoy en el lugar, sé que nada cie eso es cierto. Pero ¿de qué vale mi testimonio contra el de todas las propagandas gritadas a coro en París por todos aquellos que, por estupidez, convencionalismo o conformismo, o para estar a la moda, danzan con los violines de Moscú... y la ácida flautita del GRP?
Sólo los comunistas son lógicos. Les importa un bledo la verdad. Es una noción burguesa, una noción clasista.
¡Qué calma permanece en Salgón esta mañana!
«Los otros que van a venir nos prohibirán pensar libremente. Prohibidas las mujeres, el juego, los bares. Reemplazados por sesiones de autocrítica y danzas folklóricas.
«Los peces gordos han disparado, pero nosotros, los chiquitos, nos hemos quedado encerrados en la trampa. ¡Thieu se ha ido con sus dieciséis toneladas de equipaje! Los norteamericanos le brindaron un avión de carga para llevarlo a Taiwán, a él, a los suyos y a todo el botín«.
-¿Por qué, después de su renuncia, cuando se retiró a la villa del Estado Mayor, no lo hicieron prisionero, lo pusieron contra una pared y lo fusilaron?
-Porque nunca estuvo en esa villa de Tan Son Nhut. ¿Dónde estuvo? No lo supimos jamás. Ya no valía la pena pegarlo contra una pared. Hubiésemos aumentado la confusión. Los comunistas hubieran proclamado que el Ejército se había sublevado a favor de ellos, obedeciendo a sus consignas y fusilando a los generales; que Vietnam del Sur se había liberado a sí mismo y no había sido conquistado poi tropas extranjeras. Era servir a su propaganda. Eso lo salvó a Thieu.
-¿Consideran a los del GRP como extranjeros?
-No hay GRP. No hay Vietcong. Nada más que soldados del Norte. Esos a quienes se llama vietcongs son los hijos de gente del Stir replegada en 1954 hacia Tonkin consus familias y nacidos en territorio comunista.
«Los verdaderos vietcongs se hicieron matar casi todos durante la batalla de Tet en 1968. Los otros furon liquidados en el transcurso de la operación Phoenix. Se eliminó a muchos. Quedan únicamente los soldados de Hanoi y los de Salgón. Los de Hanoi ayudados por los rusos y los chinos, los checos y los polacos, los húngaros y los alemanes del Este, y nosotros, los últimos soldados de Salgón, abandonados por los norteamericanos. »
Tres aviones a reacción A-37, con los colores sudvietnamitas, han ametrallado el palacio y, de regreso, han bombardeado Tan Son Nhut.
Desde los techos, en la calle, todos los que tenían un arma se han puesto a tirar.
En el primer momento pensamos que se trata de un golpe montado por Cao Ky, el último combate «kamikaze» de sus pilotos quienes, juzgando que todo está perdido, han decidido volar el palacio antes que Minh capitule incondicionalmente e impidiendo que los norteamericanos continúen tranquilamente la evacuación.
La verdades muy diferente.
Los tres aviones y sus pilotos venían de Phan Rang. Se habían pasado a las filas comunistas. Uno de ellos, un teniente, había ya bombardeado el palacio en tiempos de Thieu y, por eso, promovido a capitán. Lo que significa que los comunistas no quieren más al Gobierno de Minh que al de Huong o Thieu, y que no tienen intenciones de formalizar tratativas con nadie. La rad lo vietcong no se cansa de repetir que no es cuestión de entenderse con el «belicista» Minh y su séquito, ya que no sueñan en otra cosa que prolongar el «neocolonialismo» norteamericano. Cuando se quiere matar a un perro se dice que está rabioso.
Minh y su equipo, el budista Vu Van Mau y el católico Nguyen Van Huyen, hacen lo que pueden para intentar complacer a los comunistas.
Han pedido a los norteamericanos que abandonen cuanto antes el territorio sudvietnamita y que aceleren todo lo posible la evacuación. Todavía no se sabe si la embajada de los Estados Unidos va a cerrar completamente o si seguirá funcionando con su personal reducido, como lo desearía el embajador Graham Martin. Se rehusa a partir en tren de catástrofe, como su colega de Phnom Perth, con la bandera de las rayas y las estrellas enrolladas bajo el brazo.
Los ecos del desastre nos llegan un poco de todos lados. El «gran» Minh no consigue echar mano a ningún jefe de Estado Mayor. Lo necesita mucho, aunque no sea más que para dar órdenes al ejército, intentar un reagrupamiento de las unidades que todavía resisten y prepararlas a la idea de un cese del fuego.
El general Cao Van Dien se ha ido con los norteamericanos igual que su adjunto. Quedaría el «pequeño» Minh que debiera sucederlo, pero no hay «pequeño» Minh. En seguida es el general Vinh Loc quien hace una elegante declaración por radio.
«Soldados, no se comporten como ratas que huyen, como el ex presidente Nguyen Van Thieu». Y él se escapa. Un DC-6 de Air Vietnam ha partido sin ningún permiso; atestado de refugiados acaba de aterrizar en las Filipinas.
A las 22.51 horas exactamente se da por fin la orden de evacuación por helicóptero. Nombre de código: «Opción IV».
En los Estados Unidos, el secretario de Guerra, Schlesinger, aprovecha para felicitar a las Fuerzas Armadas norteamericanas: «En el combate han sido vencedores. Abandonan el terreno con todos los honores. Vietnam ha sucumbido a fuertes presiones del exterior, pero las fuerzas norteamericanas le han dado una razonable oportunidad de supervivencia».
Kissinger, por su parte, declara:
«Teníamos la esperanza de que los norvietnamitas no buscarían una solución exclusivamente por los medios militares; cambiaron de opinión no sabemos todavía por qué.»
En consecuencia, todo el rnundo se ha vuelto un poco loco.
¿Cuál será el último vietnamita que morirá por la bandera de bandas amarillas de la República, por la de la estrella amarilla del GRP o por la bandera roja de Hanoi?
Tres millones de hombres han muerto ya en esta guerra. ¿Por quién? ¿Para qué? ¿Para qué se llega a este balletsurrealista?
Los comunistas están sorprendidos de su avance y de su victoria. No han previsto nada, y apoderarse de una ciudad hirviente, hostil y extranjera coino Saigón les da miedo. Preferirían «romperla», castigarla. Para esos puritanos es el símbolo del vicio y de la colaboración con el extranjero.
Los últimos días de Saigón/y 7
29 abril, 1975
Toque de queda de veinticuatro horas para permitir que los norteamericanos evacúen sus últimos súbditos, cerca de un millar, y las decenas y decenas de miles de vietnamitas a quienes han prometido llevar con ellos.
No podemos salir de Saigón, totalmente rodeada, ni del hotel, si nos atenemos a las medidas del toque de queda decretado por el Gobierno. Peto este Gobierno no existe y sólo es reconocido por un grupito de políticos. El ejército, o lo que queda del ejército que estaba en el poder desde Diem, no ha sido consultado. Es difícil tratar de imaginarlo haciendo respetar este toque de queda. La policía está curiosamente ausente.
La transmisión del poder, ayer por la tarde, ha sido también una hermosa representación del teatro de las sombras.
El valiente Huong cuidó, no obstante, su discurso:
«Una página de la Historia ha sido dada vuelta, otra nueva será escrita, por el general Duong Van Minh... Tendréis necesidad no sólo de buena voluntad, sino también de coraje, mi general. Rechazando una solución militar hemos elegido ¡a voz de la reconciliación, de la concordia y, finalmente, de la paz...»
En París, el GRI> reclama la destrucción de la máquina de guerra saigonesa, pero en Saigón, donde el GRP parece no tener derecho a la palabra, los jefes norteños rehusan todo diálogo y mandan bombas.
Saigón será castigada. Saigón será destruída porque ha pecado porque ha vivido a costa de la guerra mientras otros la hacían.
Ocho de la mañana. Ly Thi Doung, nuestra monja intérprete, que ha cambiado su conjunto rosa de Dior por ropa menos vistosa, llega para decirnos que conoce un edificio cuya azotea va a ser utilizada por los helicópteros norteamericanos encargados de la evacuación. Nos puede hacer entrar porque el edificio... es de su propiedad.
Llegamos al inmueble. De construcción reciente, muy moderno y de seis pisos, está situado en un espacioso y bello lugar, en el nº 6 de la plaza Truorig Vien Ho. Esta plaza tiene la sombra de los tamarindos, pero una lástima, está también desfigurada por un horrible monumento de cemento armado.
El edificio está enteramente ocupado por funcionarios de la embajada norteamericana y sus numerosos servicios anexos. Sobre la azotea, una especie de pista de baile pintada de negro con un número en amarillo: 23. El helipuerto de la fortuna.
Las verjas rodean el edificio: guardias armados lo protegen y no libran el paso, sino a las personas que conocen la contraseña. De un pesado coche blanco, cuyo techo lleva sirena y faros azules, bajan dos hombres que se precipitan en el inmueble y se encierran en seguida en un departamento.
Uno de ellos, una especie de atlético James Bond, mal afeitado y al borde de la depresión nerviosa, cuando pasa me insulta. Interesados, los guardias vietnamitas nos miran esperando que nos agarremos a trompadas.
Los departamentos del sexto piso están ocupados. Llamo con el timbre, pero nadie responde, salvo un gordo en calzoncillos, con barba recortada que recorre el borde de la cara, quien me pide que lo deje dormir en paz. No tiene aspecto de querer partir. Aquí se encuentra muy bien.
¿Evacuación? No ha oído nada. Me cierra la puerta en la naríz. Pero tuve tiempo de ver, apoyado contra un mueble, un M-16 con su cargador.
Alrededor de nosotros el cielo se ha llenado de helicópteros de todos los tipos. Esas extrañas libélulas o moscones dan vueltas, titubean y terminan por posarse sobre el borde de un techo. Frente a nosotros, la embajada norteamericana. En la plataforma que la domina aterrizan al mismo tiempo dos aparatos.
¿Cuándo será nuestro turno? Escondidos detrás de una garita que protege el motor del ascensor, acechamos como entomólogos a nuestros monstruosos insectos.
Aquí llega finalmente uno. Parece detenerse y aterriza con gran estrépito de sus palas. Un hermoso ejemplar: un Iroqués que puede transportar a doce personas. No es un aparato militar. Pertenece a Air America, compañía al servicio de la CIA. Pero lo acompañan, dos mercenarios filipinos con cascos, chalecos antibalas y debidamente armados.
Por la trampa del piso que da a la terraza aparece el caballero que estaba en calzoncillos, ahora vestido. De su cartuchera asoma una pistola y lleva un talkie-walkie con el que habla constantemente.
Comienzan a hacer su aparición los personajes más diversos. Hemos caído justo en el lugar de evacuación de los peces gordos de la CIA. Hay algunos guardaespaldas como aquél con el que estuve a punto de trompearme, pero también «patrones». Uno de ellos aparece particularmente impecable. Corbata, traje de seda, pantalón planchado, calmo, cortés, estilo profesor de universidad importante. Sus pares lo tratan con deferencia. En tanto, los otros me enfrentaron con aspereza, él consiente en charlar. Me muestra su estuche de cosas personales:
-Esto, es todo lo que me llevo de este país, al que realmente he querido. Yo, al menos, me voy pero ¿cuántos se quedarán aquí?
«Esta retirada catastrófica, este abandono de toda esta gente que creyó en nosotros, ¡qué vergüenza para Occidente! Y más todavía para el Gobierno de los Estados Unidos, si se puede llamar Gobierno al que se encuentra en Washington. Han muerto 50.000 soldados norteamericanos para concluir en esto.»
El piloto nos explica que traslada sus pasajeros hasta un trasporte de helicópteros de la Séptima Flota que se encuentra en alta mar, y que todo el operativo debe estar terminado a medianoche. Después, los comunistas tirarán sobre cualquier cosa que vuele.
Existe, por lo tanto, un acuerdo entre los norteamericanos y los viets. Probablemente negociado en París, en el más alto nivel, entre Hanoi y Washington...
Un puesto de policía. Los policías, que han dejado de llevar armas, no hacen nada hasta que uno de ellos se junta en el lodazal con las hormigas y los gusanos para robar también. Los otros lo siguen.
La policía se mezcla con los salteadores. Dos mujeres viejas, vacilantes, transportan un pesado mostrador mientras pasan tres camiones cargados de paracaidistas que disparan al aire con todas sus armas. No les importa nada el desorden. Van atropelladamente hacia las últimas posiciones que tratarán de defender. Salvo que se dirijan camino del Delta, donde todo un cuerpo de ejército mantiene sus posiciones y parece querer resistir.
En la ciudad empiezan a aparecer muchachos de aspecto inquietante, vestidos con mamelucos negros y armados con M-16 y carabinas norteamericanas. Se asemejan extrañamente a «cow-boys» montados en motonetas que roban carteras y cámaras fotográficas. Aparentemente se trata de milicianos encargados de mantener el orden. ¿O de provocar desorden? ¿De dónde salen?
Pasan grupos de soldados andrajosos, con los ojos perdidos y muchas veces descalzos. La multitud se agolpa frente a los muros y a la puerta de entrada de la embajada de los Estados Unidos, ofreciendo a los infantes de marina, con los ojos enrojecidos de fatiga, puñados de dólares a cambio de que se los deje entrar, por lo menos, dentro del recinto de la embajada. Las manos que se aferran son rechazadas a culatazos.
Han cortado la electricidad y comemos a la luz de las velas. Silencioso ballet de la servidumbre y rugido cada vez más cercano de los cañones y de las ráfagas de metralla. Una bala perdida acaba de aterrizar sobre un plato. Courtard, excelente especialista en armas, la examina y concluye; «M-16».
Nos enteramos de las escenas atroces que se han desarrollado en el puerto. Millares de personas han tomado por asalto los cargeros, chalupas, barcas y todo lo que podía flotar. Pero el río está minado. Algunos barcos pasarán y otros no, volarán por aire.
En el palacio de Doc Lap, el general Minh busca desesperadamente entrar en contacto con los comunistas, que no quieren saber nada de él.
Algunas ambulancias pasan sonando lúgrubremente. Se desencadena de golpe la artillería, pero no es más que una tormenta, una fantástica tormenta tropical con sus trombas de agua y relámpagos que agujerean la noche.
Los últimos saqueadores doblan la espalda bajo los chaparrones, cargando sobre triciclos lo que en Francia exigiría un camión.
Los presos políticos han sido puestos en libertad... y los delincuentes comunes han aprovechado para escaparse. No hay más que agacharse para recoger un arma y toda esa chusma está armada hasta los dientes.
Hay 250.000 soldados en pleno desbande, de 700.000 a 800.000 refugiados tratando de forzar la entrada a Saigón, un hampa incontrolable lista para transformarla ciudad en un infierno donde se enfrentarán las bandas de traficantes, de desertores, de bandidos y drogadictos. Y todos los desesperados de las Brigadas Especiales que ya no pueden esperar nada.
Continúa el pillaje. Esta vez es la residencia del embajador Martín la que resulta totalmente desvalijada; después le toca el turno a la del embajador inglés. Las bandas de saqueadores armados se acercan al centro de la ciudad. Pero las escenas más atroces tienen lugar en el puerto.
Son las 10. 15 horas. Por radio, el general Minh difunde la orden de capitular incondicionalmente:
«La línea política que preconizamos es la reconciliación entre los vietnamitas para evitar el inútil derramamiento de sangre. Por esta razón, pido a los soldados de la República de Vietnam que pongan fin a las hostilidades con calma y permanezcan en los lugares donde se encuentran.»
A las 11.30 horas, Loan, un coronel de la policía se levanta la tapa de los sesos frente al horrible monumento de los infantes de marina que se alza delante de la Asamblea Nacional. Permanece caído con su cuerpo extendido. Su gorra, adornada con hojas de plata, colocada sobre el pecho. Parece la puesta en escena de un fotógrafo.
De la oreja izquierda corre la sangre, mezclada a restos de encéfalo. Todavía respira, mientras alrededor de él ronronean las filmadoras y los disparos de cámaras fotográficas. Morirá un poco más tarde en el hospital Grall.
A las 12.05 horas, baja un jeep por la calle Catinat, enarbolando una gran bandera del Vietcong, mientras los tanques ocupan el palacio Presidencial. Uno de ellos, un T-54, derriba las verjas que tardaban en abrirse y dispara un cañonazo de advertencia y varias ráfagas de metralla. Lo siguen otros 14 tanques, cubiertos de ramas, con las torrecillas abiertas. Soldados con cascos tipo colonial hechos de fibras vegetales, ropa verde y sandalias Ho Chi Minh, fabricadas con pedazos de neumáticos, y armados con fusiles chinos de asalto AK-47, saltan de los blindados y corren hacia el palacio.
En el balcón se iza la bandera del GRP. Saigón ha caído, pero no ha volado. Se hubiera necesitado muy poco.
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