Maniobra envolvente de Brezhnev y Schmidt contra Marchais y Giscard
La sorpresiva declaración sobre Italia del canciller Schmidt en Estados Unidos, y la firma del acuerdo franco-sov ¡ético para «prevenir accidentes nucleares» constituyen, sin duda, los dos principales acontecimientos que se han registrado en la tormentosa y atormentada historia política de la Comunidad Europea de las últimas semanas. Ambos, estrechamente interrelacionados, fueron anticipados desde esta misma columna hace más de un mes, y sus características revelan perfectamente, no sólo las crecientes disensiones que por motivos estratégicos y electorales están socavando los ya débiles cimientos de la CEE, sino también una circunstancia que más allá de las buenas palabras de unos y otros deben tenerse en cuenta a la hora de juzgar las realaciones de la Unión Soviética con los partidos comunistas occidentales: el llamado eurocomunismo no ha conseguido ni mucho menos, a pesar de Berlín, imponer sus tesis a la URSS, y la batalla entre los dos, si es que realmente es algo más que unjuego táctico circunstancial, no ha hecho más que comenzar.Por qué habló Schmidt
A mediados de junio, poco antes de las elecciones italianas (ver EL PAIS del 18 de ese mes), fui informado de una determinación que acababa de adoptar el gobierno socialdemócrata del señor Schmidt, y que en ese momento tanto Bonn como el SPD mantuvieron en la más estricta reserva: en caso de que el partido comunista italiano entrase a formar parte del gobierno en Roma, Alemania retiraría su ayuda económica a Italia, por más de 1.000 millones de dólares. Posteriormente, durante la conferencia de Puerto Rico, y también en el curso de una reunión privada del señor Kissinger con el canciller, se supo que Francia, Estados Unidos y Gran Bretaña avalaban la decisión alemana. El cerco occidental sobre Italia sería total, quizás con el visto bueno de Moscú.
Ahora, a sólo un mes de ese pacto, el señor Schmidt ha creído oportuno destapar el asunto. Pero ha elegido para hacerlo, no sólo Washington, la capital que por razones electorales internas de Alemania es la más apta p ara esta clase de «primicias», sino además el instante -y esto es quizás lo más significativo-, en que el señor Sauvagnargues, ministro de Relaciones Exteriores francés, se disponía, en Moscú, a firmar un tratado de «seguridad nuelear» que, aproximadamente en la misma fecha del arreglo occidental sobre Italia, el señor Giscard d'Estaing había terminado de cocinar con el señor Breznev sin decirle una palabra -al menos oficial- a Bonn. La estruendosa revelación del señor Schmidt ha venido a representar, pues, una especie de «respuesta», no demasiado amable, por cierto, al sigilo anterior del Elíseo. En resumen: algo así como un ajuste de cuentas.
Claro está que el destape del canciller -quien en esta ocasión actuó, según se nos aseguró en medios muy sólidos del SPD, «por consejo directo y personal de Brandt»-, refuerza la imagen interior de su partido de cara a las elecciones de octubre. Frente a una democracia cristiana cuya campaña se centra en el miedo generalizado de los alemanes al «socialismo» y a «los rusos», y que hace lo posible, y hasta lo imposible, por conectar ese temor con la «nefasta política» del SPD, la declaración disuelve las «sospechas» que a raíz de las últimas entrevistas Brand-Schmidt-Miterrand, el señor Strauss ha querido hacer recaer sobre la cancilleria. «Ya ven ustedes -ha dicho en el fondo Schmidt en Washington-, nadie puede ser más prooccidental que nosotros». Algo parecido, probablemente, a lo que el señor Callaghan podrá sostener, tarde o temprano, delante del electorado británico. Pero en la maniobra se advierten otros tres objetivos, tan importantes como ese, por lo menos: dividir a la mayoría francesa, algunos de cuyos sectores estarían dispuestos a transigir con el eurocomunismo italiano, provocar las iras del gaullismo, que al márgen del comunismo o del anticomunismo lo que exige es «independencia» respecto de Estados Unidos y de la RFA, y reafirmar los principios básicos de la Alianza Atlántica, con carácter beligerante.
Los dos primeros favorecen, de rebote, al señor Mitterrand, y en ese sentido conviene preguntarse otra vez sobre los alcances de las conversaciones, tanto de las oficiales como de las secretas, realizadas últimamente entre el PSF y el PSD. Son muchos los que ya empiezan a sospechar que el «candidato» de Brandt y Schmidt en Francia no es Giscard d'Estaing, sino el propio Miterrand. En cuanto, al tercer propósito, es evidente que este canto guerrero de Schmidt al atlantismo disipa las conjeturas de algunos observadores inadvertidos sobre un posible «acercamiento» o tolerancia, por parte de Bonn, en relación con la línea independentista de Paris y, por si fuera poco, le cierra la puerta de escape de la OTAN a Giscard, si es que éste quisiese mañana, por consideraciones electorales, decir diego en lugar de digo, esto es, bajar la guardia ante el eurocomunismo o la URSS. Giscard, cuyos coqueteos con la estructura militar de la OTAN no han pasado -para mayor furia del señor Chirac- desapercibidos, no podrá ahora, luego de la «indiscreción» de Schmidt, romper el «compromiso»
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