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Tribuna:CINE /
Tribuna
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El ídolo, por tierra

Pocos hombres se han borrado en la vida del cine de estos últimos años con menos resonancia que el de Carol Reed. Y, sin embargo, este hombre, cuyos primeros años como realizador corrieron a la sombra del filme de oficio, ya que no de prestigio, había llegado a alcanzar, allá por los cincuenta, un lugar destacado en el mundo del cine británico.Su vida, como su trabajo, irá siempre ligada a la obra de conocidos escritores, casi siempre especialistas en acción o aventuras, salvo raros casos. Así su primer trabajo en el teatro se inicia en compañía de un célebre artesano literario: Edgard Wallace, autor no sólo de novelas, sino también de comedias policíacas. Su pluma prolífica y su oficio innegable, madurado a lo largo de títulos y páginas, acabará por arrastrarlo a Hollywood que, como de costumbre, no dejará escapar peón tan eficaz para cierta clase de encargos, ya que no para filmes excelentes. Pero antes de cruzar el océano, Wallace, cuya visión comercial corre siempre paralela a su obra, se convierte durante cierto tiempo en empresario de comedias de aventuras y misterio que unas veces escribe, otras encarga y a veces firma con diversos colaboradores. A este teatro sin grandes ambiciones, trashumante y provinciano, llega Carol Reed, como director, de la mano de su amigo. Pronto gana sólido crédito; se afianza en la dirección de actores y en el conocimiento de los recursos dramáticos, mas el mundo de la escena se le cierra y es preciso buscar salidas nuevas aunque para ello deba retroceder un poco, volver a empezar de nuevo, esta vez en el mundo de los estudios cinematográficos. Vinieron tres años de aprendizaje como ayudante y guionista, tan bien aprovechados, que pronto se hallaba junto a la cámara, ante un guión bastante flojo y un presupuesto no demasiado generoso. Y como los momentos cruciales de su carrera se hallan siempre marcados por obras literarias, su segundo filme viene a ser adaptación de una comedia de Priestley.

Esta vez el resultado es más positivo, al menos en las palabras de la crítica. «He aquí, por fin, una película inglesa que se puede elogiar sin reservas» dice The Spectator, en su columna dedicada al cine, que firma por entonces Graham Greene.

Cine de acción

Este segundo hombre de letras influirá a su vez decisivamente en la carrera de Reed nada menos que diez años más tarde, pues el destino de ambos no parece apresurarse como el mismo realizador que, por entonces, sigue su camino de películas no demasiado ambiciosas, hasta sumar una serie de catorce, a la que pondrá fin la guerra definitivamente. Ya ha conocido el éxito a la sombra de Hitchcock con su Tren nocturno a Munich, o tras los pasos de su maestro Wallace con Su nombre en los periódicos. Sin embargo, los años de la segunda contienda mundial le someterán a la dura disciplina del documental, en trabajos de puro montaje, salvo casos excepcionales.Pero de estos años anónimos antes que de épocas más o menos comerciales, le viene a Reed un mejor conocimiento de cuál debe ser su verdadera temática, cuál el tipo de historias más de acuerdo con sus recursos técnicos. De aquellos lejanos tiempos de los dramas de aventuras a lo Wallace, viene ahora su afán por el cine de acción, por ese cine del hombre a la caza del hombre. Naturalmente el argumento lo tomará de una novela, Larga es la noche, tema similar al que John Ford recrea en El Delator, pero que Reed transforma de problema individual de descripción de un hombre perseguido, en estudio de una sociedad entera con sus causas, sus mitos y sus justificaciones. Todo su oficio y sabiduría, su buen conocimiento de la progresión dramática, su capacidad para crear ambientes agobiantes, su lógica absoluta en efectos y encuadres, así como su habilidad para el montaje, aparecen en esta narración sobre la revolución irlandesa, cuyo final adquiere rasgos de tragedia. Si ello supone su consagración definitiva, El tercer hombre llevará su fama a un lugar destacado en la cinematografía universal de la postguerra. Ya aquí, afinidades de forma y fondo, cierto gusto por el detalle y la intriga, y un pesimismo ambiguo le han llevado a colaborar con Graham Greene, quien, un año antes, ha escrito para él su obra maestra, El ídolo caído. Este niño que ve derrumbarse poco a poco su admiración por un hombre acusado de asesinato recuerda, sin saber por qué, al propio Reed, debatiéndose al final de su vida cinematográfica por dar un sentido nuevo a sus obras posteriores.

Canto de cisne

Tras su excelente trilogía, es como si una puerta se cerrara a sus espaldas. Intenta adaptar a Conrad, pero Conrad es algo más que ambiente y aventura, es algo más que Greene, y la experiencia resulta un fracaso. Después, como recurso tardío, volverá a Greene en Nuestro hombre en La Habana, sátira de humor y espionaje que no le devolverá sus éxitos de antaño, que ni siquiera se repetirán en Oliver, su canto de cisne de academicismo depurado.A la vista de sus últimos films, puede decirse que en su postreros años este ídolo por tierra vivía solamente de recuerdos. El presente se le escapaba y el presente del cine corre, como se sabe, más aprisa que ningún. otro. Tal vez Reed era demasiado inglés para ocuparse del destino de los otros, salvo en casos excepcionales. Su destino era su isla y, cuando quiso darse cuenta de que algo en Gran Bretaña había cambiado, otros, más alerta quizás, o puede que más sabios, ocupaban su trono, el lugar disfrutado durante tantas décadas por autores, realizadores y novelistas clásicos.

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