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Tribuna
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Dinamitar al crítico, una nueva variante de las pesadumbres del oficio

Toda persona sabe, en general, si algo le gusta o no. Lo que suele suceder, si esa persona es un crítico periodístico, es que apenas si tiene tiempo de cumplir su misión más elemental y primitiva: avisar; misión muy parecida a la del vigía que alerta a los distraídos tripulantes invitándoles, sencillamente, a correr hacia la proa. Esta tarea anunciadora, tan escueta, es mínima ante lo que de un crítico se debe esperar, y por eso tienen razón quienes acusan a los críticos de ejercicio diario de ser, con dolorosa frecuencia, puros observadores negativos. Tal actividad ha de disgustar, forzosamente, a los autores, y no digamos a los propios críticos, por poco matizada que esté su honestidad intelectual. Por lo demás, esos mismos ciudadanos son buenos si no lastiman las delicadísimas fibras de la taquilla aunque, por otra parte, dejen bien manifiesto su disgusto. Claro: estas notas de la miseria profesional tienen validez en cualquier actividad crítica. Por eso, bajo su presión, o los críticos se convierten en redactores de sucesos, o se limitan a cabecear negativamente, repitiendo la misma muletilla: Esto no es. Por sabido lo que va escrito que, sin embargo, explica mal esta variante de. las pesadumbres del oficio que ahora acaba de inaugurarse con una catarata de atentados. La vieja cuestión de si se debe o no se debe criticar al crítico no consideró nunca la simple posibilidad de dinamitarlo. La idea estaba ahí. Ahora está ya convertida en cartas explosivas.Hecho social

¿Qué tiene el teatro para despertar tamañas pasiones? Teatro. Una palabra redonda, evidentemente peligrosa y delicada, palabra antigua, cargada de resonancias, de prestigio y de incitaciones poderosas. Con esta palabra nombramos, en primer término, un hecho social producto de la cultura. Esto parece claro y fuera de toda duda. Pero los hechos sociales o, mejor dicho, los usos sociales, el repertorio de ademanes que, de una u otra manera, conmueven la vida del tejido social, se nos aparecen, generalmente, como algo necesario, inesquivable, fatal, habitualmente poco menos que cerrado a nuevas versiones. El teatro, en cambio, es un ademán social que abre las ventanas, que se inclina y aproxima a todos los minúsculos mundos sociales, que en todos respira y a todos sonríe con particular desenvoltura. Es, además, un hecho social con dos vertientes: la de su propia creación, su naturaleza, su contextura, la que se ilumina por la simple existencia de la obra., y la vertiente que se enciende, como un efecto, al ser la obra contemplada por el espectador. Ambas laderas son importantes. Quizá lo más importante para la estética sea la obra en sí. La. sociología, en cambio, se interesará especialmente por la proyección de dicha obra sobre el mundo exterior.

Pues bien: desde este punto de vista ya es desconcertante el teatro. ¡Ahí es nada un acontecimiento que aspira a poner de acuerdo al hombre con la vida! Difícil empresa. Tan difícil que choca y sorprende por la violencia de los métodos, absolutamente necesarios, que se ve obligado a utilizar en tan descomunal aventura. El teatro choca de tal manera con nuestro afán de precisión y claridad que se necesita un cierto tiempo para acomodarse a la ficción. Y aun esto no es bastante. Otros hechos sociales nos bambolean a menudo pero, aun con sus aristas, nos dejan ilesa una cierta porción de nosotros mismos. El teatro, no. No nos deja nada a salvo. No debe dejárnoslo y, si lo hace, traiciona la justificación de su vida. Es fundamental para él rellenar completamente los poros de nuestro ser sin dejarnos un requicio. Los sonetos, por ejemplo, no aspiran a relevar a la luna de su dulce función decorativa. Los lienzos no aspiran a sustituir al paisaje. Pero el teatro sí que pretende relevar a la vida y sustituirla por el fenomenal atrevimiento de damos, en el hueco que ella deja, su más completa y literal reproducción. Este hecho, tan característico, es de tal manera subversivo en el terreno de los valores sociales, que explica las embestidas de la sociedad y los innumerables serpenteos del teatro a través de la historia.

Fallo de imaginación

Claro está que es preciso preguntarse de dónde le viene al teatro su jearquía social. Le viene, creo yo, de su más deslumbradora condición: de que representa una de las pocas y rigurosas posibilidades que tiene el hombre de conocer vidas ajenas. Los anhelos y curiosidades que se ocultan en lo más profundo de cada espectador flotan así, entre luces, en absoluta libertad. Y esa satisfacción pone en pie, precisamente, lo más necesitado de aire que hay en el fondo de cada uno de los seres que se sientan ante un escenario: su mundo inquietante y fantástico, diaria y habitualmente oprimido. Quiero decir -aunque haya que decirlo con cuidado- que el teatro es un hecho social importantísimo porque libera algo escondido o contenido que hay en todo ser humano. iCuidado aquí! Lo que libera no es nada turbio o malsano. Lo que libera, sencillamente, es la imaginación.

Estamos, vivimos, suprimiendo diariamente ilusiones. Ilusiones legítimas muchas de ellas; altas y puras, algunas; lícitas todas, si se quiere. Pero que deben ser ahogadas en nombre de la organización social. Todos nos especializamos en alguna cosa. Nos perfeccionamos en el ejercicio de una sola actiidad. Y las restantes, náufragas, van a la deriva produciéndonos una sensación triste y dolorosa. El don más querido, la personalidad, parece servir de muy poco en la rueda de la vida. Y cuando ya nos parece que la existencia no quiere saber nada de nuestras fuerzas personales y nos fatiga reprimirlas, sólo nos queda una válvula de seguridad que silba prodigiosamente, dejando escapar el blanco vaporcillo contenido en la caldera: es la imaginación, que vuela en los ratos libres, haciendo y deshaciendo una tarea -distinta de la habitual. Se explica, desde luego, la desconfianza que merece para las tareas directivas. Pero se explica, también, su existencia. Es la amable encargada de producir satisfacciones irreales a esas facultades que no hemos podido utilizar. Es la loca de la casa, tan simpática, que tanto está dispuesta a dar a cambio de tan poco. Lo único que necesita es oír una voz amiga que la incite a dispararse. Tal voz sólo puede darla el arte. Y, muy en especial, el teatro. Ahora se comprende mejor la actual gravedad de la función de la crítica de teatro. ¿Cómo es posible acusar públicamente a agentes del llamado búnker de un fallo de imaginación? Tenían que ofenderse. Se han ofendido.

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