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Tribuna:DIARIO DE UN SNOB
Tribuna
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Adiós, Arias, adiós

Corrían los felices 60 e íbamos un amigo y yo en el autobús de la Universitaria, cuando se subió un señor con peto blanco y una especie de fumigador también blanco, y empezó a fumigar el autobús. El personal recalentado del trayecto miraba con cierto estupor. Efectivamente, aquel señor era un mandado y había fumigado el autobús. Mi amigo, que era un casta, rompió el silencio de los viajeros:-Esto es una mariconada.

Pero no, no era una mariconada. Era una loable medida higiénica del nuevo alcalde de Madrid, señor Arias Navarro, quien asimismo puso arriates en la Gran Vía, inauguró parques y apadrinó a la niña tres míllones. Lo que pasa es que a mi amigo, ligón de autobús (no confundir con el polizón de Metro que pone rabos, especie inferior), le gustaba el perfume a sobaquina de hembra, el clima denso, genital y calentorro de los autobuses de por entonces.

Fue nuestro primer contacto cívico con una nueva estrella política que nacía en el firmamento azul del franquismo. Luego, los marcianos de blanco se hicieron habituales en los autobuses.

-Me parece que usted ha llegado tarde a la película. Si le parece, yo le cuento la biografía completa de don Carlos Arias Navarro en episodios nacionales.

No, gracias, por el servicio de documentación, pero en este periódico ya tenemos. Lo que quiero decir es que aquel señor que empezó fumigando autobuses es el que ahora se va a su casa pian pianito, tras haber tratado con varia fortuna -más mala que buena- de fumigar asimismo el país democráticamente y a su manera. Pero ocurre que el país, más que un autobús reventón, es un ómnibus perdido, como el de Steinbeck, y don Carlos había perdido las llaves de contacto.

Que había perdido las llaves de contacto con el país se vio claro en su última aparición en la tele, cuando nos asestó un nuevo calendario reformista que era como unos ejercicios espirituales llenos de amenazas y fuego eterno. Ahora con su cese dicen que termina la cuaresma.

Nada más empezar el runrún por Madrid llamé a una amiga mía que es algo pariente de don Carlos, a través de una larga y complicada teoría de tías carnales y otras que no lo son tanto. Pero mi amiga está en Sotogrande con la familia, así que tengo que hacer esta crónica a pelo, sin el detalle humano, sin la nota conmovedora, que es lo mío.

Aunque la verdad es que don Carlos ya nos había conmovido bastante con sus intervenciones e interpretaciones televisivas. Era el mejor actor de Prado del Rey. Una cosa entre Iñigo y Kojak, pero pasado por La casa de la pradera y el Consejo Nacional del Movimiento. Tras el hieratismo solemne de Franco, Arias tenía en la tele una cosa de señor particular que sorprendió al país. Era como estar gobernados por ese vecino tan correcto que te cede el paso en el ascensor. Lo que pasa es que luego Arias se fue endureciendo y confusionando de elegía y amenaza, de ruido y furia, y menos mal que los dibujantes acertaron a encontrarle esa cosa que tiene, vivaz y perpleja, de Charlie Brown entre los atroces y sombríos «peanuts; del nacionalverticalismo.

Peridis, por ejemplo, le ha hecho vivir en este periódico la historieta casi diaria de sus desventuras entre el búnker y la tele, con las orejas cada día más despiertas y desvalidas. Ese comic de tres viñetas: las Cortes, el Consejo Nacional, Castellana, 3. Su error fue creer que se fumiga un país como se fumiga un autobús. Y ahora que todos queremos ir al centro y a la democracia en autobús, no ha habido más remedio que apear a don Carlos -ese señor tan correcto- en la primera parada.

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